«No era cierto que nunca encontrase a un hombre. En realidad, los
encontraba con bastante frecuencia, pero raramente a alguno que pudiera llegar
a cenar a casa de Millicent. Los conocía en otras ciudades, cuando iba con los
coros que dirigía en Toronto, en los recitales de piano a los que llevaba a
algún alumno especialmente prometedor. A veces los conocía en las propias casas
de los alumnos: los tíos, los padres, los abuelos. Y la razón por la que no
entraban en casa de Millicent y se limitaban a saludar con la mano —a veces
secamente, otras veces con bravuconería— desde el coche, era que estaban
casados. ¿Una esposa enferma, en la cama, dada a la bebida, o una fiera?
Quizás. A veces, ni siquiera hablaban de ella: una esposa fantasmal.
Acompañaban a Muriel a representaciones musicales: la afición a la música era
una excusa muy socorrida. En ocasiones, incluso había un niño que tocaba un
instrumento y actuaba como carabina. La llevaban a cenar a restaurantes de
ciudades lejanas. Cuando hablaba de ellos, Muriel los llamaba amigos. Millicent
la defendía. ¿Qué mal podía haber en ello si todo era a plena luz? Pero no era
exactamente así, y siempre acababa en problemas, palabras duras, crueldades.
Una amonestación de la dirección del colegio. La señorita Snow debe cambiar su
conducta. Da mal ejemplo. Una esposa al teléfono. Lo siento, señorita Snow, pero
tenemos que anular la clase. O un simple silencio. Una cita a la que la otra
persona no acude, una nota que no recibe respuesta, un nombre que no vuelve a
pronunciarse.»
Alice Munro
Una vida de
verdad
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