«La mujer tenía la tez marchita; los
ademanes, tímidos. Había en ella cierta dignidad, que indicaba que no era de
las nacidas con vocación para su triste oficio. En los ojos negros, en el
rostro, prematuramente arrugado, se leía la fatiga, el insomnio, el
abatimiento; todo esto amortiguado por un velo de indiferencia y de
insensibilidad.
—¿De manera que tú estás sirviendo?
—preguntó la mujer pálida a la criada.
—Sí.
—¿Qué edad tienes?
—Diez y ocho años.
—Yo tengo una hija que tiene quince.
—¿Usted?
—Sí.
—No parece que tenga usted edad
bastante.
—Sí, soy vieja; he cumplido ya treinta
y cuatro. La chica está en Ávila con mis padres. Yo, claro, no quiero que venga
conmigo, y los abuelos suyos son pobres. Cuando tengo algún dinero se lo envío.
Jesús se puso serio, y comenzó a
preguntarle por su vida.
—Hace un año tuve un hijo, y me lo
tuvieron que sacar con unos ganchos —siguió contando la mujer, mientras cortaba
la carne con el cuchillo—. Desde entonces estoy mala; luego, hace unos meses,
he tenido el tifus, me llevaron al Cerro del Pimiento, y allí me quitaron toda
la ropa que tenía. Salí tan desesperada, que quise matarme.
—¡Se quiso usted matar! —exclamó la
criada.
—Sí.
—¿Y qué hizo usted?
—Cogí las cabezas de unos fósforos, las
eché en un vaso de aguardiente, hasta que se deshicieron, y lo bebí. ¡Me
entraron unos dolores!.... Vino un médico y me dio un vomitivo. Luego, durante
cuatro o cinco días, echaba el aliento en la oscuridad, y brillaba.
—Pero ¿tan desesperada estaba usted?
—preguntó la criada.
—Tú no sabes cómo vivimos nosotras. ¿Ves?
Hoy yo no gano; pues mañana tengo que empezar esta blusa, y si me ha costado
tres duros, me dan por ella dos pesetas. Luego, a los hombres les gusta hacer
sufrir a las mujeres… Créeme, hija, sigue sirviendo; por muy mal que estés, no
estarás peor que así…»
Pío Baroja
Aurora
roja (La lucha por la vida)
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