«Ya se sabe que la Plaza Mayor
tiene dos grandes bocas, por las cuales respira, comunicándose con la calle del
mismo nombre. Entre aquellas dos grandes bocas, que se llamaban de Boteros y de
la Amargura, había, y hay, un tercer conducto, una especie de intestino, negro
y oscuro: es el Callejón del Infierno. Por una de estas bocas, o por las tres a
un tiempo, tenían los guardias forzosamente que intentar la ocupación de la
Plaza, de aquel sagrado Capitolio de la Milicia Nacional o alcázar del Soberano
pueblo armado.
Cuando se acercaron hubo un momento de silencio profundo. Allá dentro, a la primera luz del naciente, se veían brillar los cañones de los fusiles preparados. ¡Ansiedad espantosa! Con el aliente suspendido se contemplaron el guerrero y el ciudadano, el hierro y el papel. Oyéronse algunos gritos, diéronse algunos pasos, y tempestad horrísona estalló en el aire.
En el paso y Arco de Boteros, en la calle de la Amargura, en el Callejón del Infierno, se trabó simultáneamente la pelea. Los guardias atacaron con fatuidad; los milicianos defendieron con vigor, no sin gritos patrióticos, que les inflamaban, recordándoles la noble idea por que combatían. El cañón de Boteros y el de la Amargura tronaron a la vez, y sus primeros disparos de metralla desconcertaron a los guardias.
No obstante, como eran gente aguerrida, rehiciéronse sin tardanza; habían puesto a su cabeza a los granaderos de premio y a los gastadores de luenga barba, algunos de los cuales eran veteranos de las guerras de la Independencia y del Rosellón. Los milicianos tenían en su vanguardia toda la gente menuda; los cazadores, la juventud entusiasta, los menestralillos, los hijos de familia, los señoritos y los horteras. Pero Dios, que siempre protege a los débiles, quiso en aquel crítico día infundir en el alma de los pobres chicos una fuerza inaudita, y si los guardias arremetían con vigor, las descargas cerradas de aquella juventud impertérrita, que no veía el peligro ni hacía caso de la muerte, detenían a los orgulloso veteranos.»
Benito Pérez Galdós
7 de julio
Cuando se acercaron hubo un momento de silencio profundo. Allá dentro, a la primera luz del naciente, se veían brillar los cañones de los fusiles preparados. ¡Ansiedad espantosa! Con el aliente suspendido se contemplaron el guerrero y el ciudadano, el hierro y el papel. Oyéronse algunos gritos, diéronse algunos pasos, y tempestad horrísona estalló en el aire.
En el paso y Arco de Boteros, en la calle de la Amargura, en el Callejón del Infierno, se trabó simultáneamente la pelea. Los guardias atacaron con fatuidad; los milicianos defendieron con vigor, no sin gritos patrióticos, que les inflamaban, recordándoles la noble idea por que combatían. El cañón de Boteros y el de la Amargura tronaron a la vez, y sus primeros disparos de metralla desconcertaron a los guardias.
No obstante, como eran gente aguerrida, rehiciéronse sin tardanza; habían puesto a su cabeza a los granaderos de premio y a los gastadores de luenga barba, algunos de los cuales eran veteranos de las guerras de la Independencia y del Rosellón. Los milicianos tenían en su vanguardia toda la gente menuda; los cazadores, la juventud entusiasta, los menestralillos, los hijos de familia, los señoritos y los horteras. Pero Dios, que siempre protege a los débiles, quiso en aquel crítico día infundir en el alma de los pobres chicos una fuerza inaudita, y si los guardias arremetían con vigor, las descargas cerradas de aquella juventud impertérrita, que no veía el peligro ni hacía caso de la muerte, detenían a los orgulloso veteranos.»
Benito Pérez Galdós
7 de julio
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