«Busco
los motivos de que me encuentre tan lejos de ella, y no los descubro. Busco
reproches, ¿qué podría reprocharle? Aceptó las flores de Alexander y no las
devolvió. Es estúpido devolver flores. Puede que esté celoso. Si me comparo con
Alexander Böhlaug, veo que todo lo tengo a mi favor.
Y
sin embargo estoy celoso.
No
soy un conquistador ni un pretendiente. Si algo se me ofrece, lo tomo y luego
lo agradezco. Pero Stasia no se me ofrecía. Quería ser asediada.
Entonces
no comprendía —llevaba muchos años solo y sin mujeres— por qué las muchachas
actúan de un modo tan solapado y tienen tanta paciencia y tanto orgullo. Stasia
no sabía que yo no la hubiera tomado como un triunfador, sino con humildad y
agradecimiento. Hoy comprendo que la vacilación es propia de la naturaleza de
las mujeres, y que sus mentiras son olvidadas incluso antes de que se
produzcan.
A mí
me preocupaba demasiado el Hotel Savoy y las personas, me preocupaba demasiado
la suerte de los demás y demasiado poco la mía propia. Ante mí tenía a una
hermosa mujer que esperaba una palabra mía, y yo no la pronuncié, como un
escolar azorado.
Yo
estaba insensibilizado. Era como si Stasia tuviera la culpa de mi larga
soledad, y ella no podía saberlo. Le reprochaba que no fuese una adivina.
Ahora
sé que las mujeres adivinan todo lo que pasa en nosotros, pero que esperan
palabras.
Dios
puso la vacilación en el alma de la mujer.
Su
presencia me excitaba. ¿Por qué no venía a mí? ¿Por qué permitía que la
acompañara el oficial de policía? ¿Por qué me pregunta si todavía estoy aquí?
¿Por qué no dice: ¡gracias a Dios que estás aquí!?
Pero
es muy posible que, cuando se es una pobre muchacha, no se diga a un pobre
hombre: ¡gracias a Dios que estás aquí! Puede que se haya pasado ya el tiempo
de amar a un pobre Gabriel Dan, que no tiene ni siquiera una maleta y mucho
menos un hogar. Quizá sea ésta la época en que las muchachas amen a Alexander
Böhlaug.
Hoy
sé que la compañía del oficial de policía fue una casualidad y que la pregunta
de Stasia era una confesión. Pero entonces estaba solo y amargado y me
comportaba como si yo fuera la muchacha y Stasia el hombre.
Ella
se vuelve aún más orgullosa y fría, y yo siento que la distancia entre nosotros
es cada vez mayor; me doy cuenta de que cada vez nos sentimos más extraños el
uno al otro.
—Seguro
que me voy dentro de diez días —digo.
—Si
va usted a París, mándeme una postal.
—Con
mucho gusto.
Stasia
hubiera podido decir: ¡quiero ir contigo a París!
En
lugar de ello me pide una postal.
—Le
enviaré la Torre Eiffel.
—Haga
lo que quiera —dice Stasia.
Y al
decir esto no se refiere a la postal, sino a nosotros dos.
Es
nuestra última conversación. Sé que es nuestra última conversación. Gabriel
Dan, no puedes esperar nada de las muchachas. ¡Pobre Gabriel Dan!
A la
mañana siguiente veo que Stasia baja de la escalera del brazo de Alexander.
Ambos me sonríen…, yo estoy desayunando en la planta baja. Sé que Stasia acaba
de cometer una enorme tontería.
La
comprendo.
Las
mujeres no comenten las tonterías como nosotros, por ligereza y por desidia,
sino cuando son muy desgraciadas.»
Joseph
Roth
Hotel Savoy
No hay comentarios:
Publicar un comentario