En la descripción que la condesa había hecho de ella al doctor, ni
siquiera había aludido al atractivo que más distinguía a Agnes: la inocente
expresión de bondad y pureza que atraía desde luego a los que se acercaban a
ella. De piel blanca y ademanes tímidos, parecía natural hablar de ella como de
“una niña”, si bien ya se aproximaba a los treinta años de edad. Vivía sola,
con una antigua niñera que la quería profundamente, de una modesta renta,
suficiente para mantenerse las dos. En su cara no se notaba la menor señal de
disgusto mientras rompía lentamente las cartas de su falso enamorado y tiraba
los trozos al fuego que se había encendido para consumirlos. Por desgracia para
ella, era una de esas mujeres que sienten demasiado profundamente para
encontrar consuelo en las lágrimas.»
Wilkie Collins
El hotel de
los horrores
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