«HAMLET
¡Ojalá que esta carne tan firme,
tan sólida,
se fundiera y derritiera hecha
rocío,
o el Eterno no hubiera promulgado
una ley contra el suicidio! ¡Ah,
Dios, Dios,
qué enojosos, rancios, inútiles e
inertes
me parecen los hábitos del mundo!
¡Me repugna! Es un jardín sin
cuidar,
echado a perder: invadido hasta
los bordes
por hierbas infectas. ¡Haber
llegado a esto!
Muerto hace dos meses… no, ni
dos; no tanto.
Un rey tan admirable, un Hiperión
al lado de este sátiro, tan
tierno con mi madre
que nunca permitía que los
vientos del cielo
le hiriesen la cara. ¡Cielo y
tierra!
¿He de recordarlo? Y ella se le
abrazaba
como si el alimento le excitase
el apetito; pero luego, al mes
escaso…
¡Que no lo piense! Flaqueza, te
llamas mujer.
Al mes apenas, antes que gastase
los zapatos
con los que acompañó el cadáver
de mi padre
como Níobe, toda llanto, ella,
ella
(¡Dios mío, una bestia sin uso de
razón
le habría llorado más!) se casa
con mi tío,
hermano de mi padre, y a él tan
semejante
como yo a Hércules; al mes
escaso,
antes que la sal de sus lágrimas
bastardas
dejara de irritarle los ojos,
vuelve a casarse. ¡Ah, malvada
prontitud,
saltar con tal viveza al lecho
incestuoso!
Ni está bien, ni puede traer nada
bueno.
Pero estalla, corazón, porque
debo callar.»
William Shakespeare
Hamlet
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