«Lorenzo entiende el silencio de
su padre. Lo reconoce como una víctima. Lo imagina golpeado, vejado,
ridiculizado en aquel piso. Esa imagen es más poderosa que la de su padre como
mero cliente de los servicios de una prostituta, mientras su mujer se muere
poco a poco en la cama. Bueno, hablaré con la francesa y lo arreglaré todo.
¿Volvemos a casa?, pregunta
Leandro. Lorenzo siente piedad por ese hombre al que de niño temía por su
rigor, sus convicciones firmes, al que luego ignoró y más tarde aprendió a
respetar. Su padre empequeñecido avanza por el pasillo y Lorenzo lo ve entrar
en su cuarto. ¿Quién soy yo para juzgarlo? Si pudiéramos exponer a la luz las
miserias de las personas, los errores, las torpezas, los crímenes, nos
encontraríamos con la penuria más absoluta, la verdadera indignidad. Por
suerte, piensa Lorenzo, cada uno llevamos nuestra secreta derrota bien adentro,
lo más lejos posible de la mirada de los demás. Por eso no ha querido escarbar
demasiado en la herida de su padre, conocer los detalles, humillarle más de lo
que ya le debía de humillar sincerarse con su hijo.
De la cocina llega el olor
intenso a fritura de patatas y cebollas que serán quizá una tortilla. ¿Te
quedas a comer?, pregunta el padre. Comprende lo duro que puede ser para un
padre mostrar a su hijo la cara más lamentable, más vergonzosa. No se concibe
que los hijos juzguen a los padres, les deben demasiado. Lorenzo querría
consolarlos, mostrarle que él es peor aún, papá tendrías que verme, saber lo
que he hecho.»
David Trueba
Saber perder
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