«Jamás,
desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de Marulino me mostraba
las constelaciones, me abandonó la curiosidad por las cosas del cielo. Durante
las vigilias forzosas de los campamentos contemplaba la luna corriendo a través
de las nubes de los cielos bárbaros; más tarde, en las claras noches áticas,
escuché al astrónomo Terón de Rodas explicar su sistema del mundo; tendido en
el puente de un navío, en pleno mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil,
desplazándose entre las estrellas, yendo del ojo enrojecido de Todo al llanto
de las Pléyades, de Pegaso al Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas
ingenuas y graves del joven que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en
la Villa, hice levantar un observatorio al que la enfermedad ya no me deja
subir. Pero hice aun más, una vez en la vida: ofrecí a las constelaciones el
sacrificio de toda una noche. Fue después de mi visita a Osroes, durante la
travesía del desierto sirio. Tendido de espaldas, bien abiertos los ojos,
abandonando durante algunas horas todo cuidado humano, me entregué desde la
noche hasta el alba a ese mundo de llama y de cristal. Fue el más hermoso de
mis viajes. El gran astro de la constelación de la Lira, estrella polar de los
hombres que vivirán dentro de algunas decenas de millares de años, resplandecía
sobre mi cabeza. Los Gemelos brillaban débilmente en los últimos resplandores
del crepúsculo; la Serpiente precedía al Sagitario; el Águila ascendía al
cenit, abiertas las alas, y bajo ella ardía esa constelación aún no designada
por los astrónomos y a la cual habría de dar un día el más querido de los
nombres. La noche, jamás tan completa como lo creen aquellos que viven y
duermen encerrados en sus habitantes, se volvió más oscuras y luego más clara.
Las hogueras destinadas a alejar a los chacales se fueron apagando; aquellos
montones de carbones ardientes me recordaron a mi abuelo erguido en su viña,
sus profecías convertidas ya en presente y que bien pronto serían pasado. En mi
vida busqué unirme a lo divino bajo muchas formas; conocí más de un éxtasis;
los más atroces, y los hay de una conmovedora dulzura. El éxtasis de la noche
siria fue extrañamente lúcido. Inscribió en mí los movimientos celestes con una
precisión que jamás me habría permitido alcanzar ninguna observación parcial. En
el momento en que escribo, sé exactamente qué estrellas pasan en Tíbur sobre
este techo ornado de estucos y pinturas preciosas, y cuáles están suspendidas,
en otras tierras, sobre una tumba. Algunos años después, la muerte habría de
convertirse en objeto de mi contemplación constante, pensamiento al cual
dedicaría todas mis fuerzas de mi espíritu que no estuvieran absorbidas por el
Estado. Y quien dice muerte dice también el mundo misterioso al cual acaso
ingresamos por ella. Después de tantas reflexiones y de tantas experiencias
quizá condenables, sigo ignorando lo que sucede detrás de esa negra colgadura.
Pero la noche siria representa mi parte consciente de inmortalidad.»
Marguerite
Yourcenar
Memorias de Adriano
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