«Según las costumbres y las
convenciones, que al fin se están poniendo en entredicho, pero que no están
superadas ni mucho menos, la presencia social de una mujer es de un género
diferente a la del hombre. La presencia de un hombre depende de la promesa de
poder que él encarne. Si la promesa es grande y creíble, su presencia es
llamativa. Si es pequeña o increíble, el hombre encuentra que su presente
resulta insignificante. El poder prometido puede ser moral, físico,
temperamental, económico, social, sexual… pero su objeto es siempre exterior al
hombre. La presencia de un hombre sugiere lo que es capaz de hacer para ti o de
hacerte a ti. Su presencia puede ser “fabricada”, en el sentido de que se
pretenda capaz de lo que no es. Pero la pretensión se orienta siempre hacia un
poder que ejerce sobre otros.
En cambio, la presencia de una
mujer expresa su propia actitud hacia sí misma, y define lo que se le puede o
no hacer. Su presencia se manifiesta en sus gestos, voz, opiniones,
expresiones, ropas, alrededores elegidos, gusto; en realidad, todo lo que ella
pueda hacer es una contribución a su presencia. En el caso de la mujer, la
presencia es tan intrínseca a su persona que los hombres tienen a considerarla
casi una emanación física, una especie de calor, de olor o de aureola.
Nacer mujer ha sido nacer para
ser mantenida por los hombres dentro de un espacio limitado y previamente
asignado. La presencia social de la mujer se ha desarrollado como resultado de
su ingenio para vivir sometida a esa tutela y dentro de tan limitado espacio.
Pero ello ha sido posible a costa de partir en dos el ser de la mujer. Una
mujer debe contemplarse continuamente. Ha de ir acompañada casi constantemente
por la imagen que tiene de sí misma. Cuando cruza una habitación o llora por la
muerte de su padre, a duras penas evita imaginarse a sí misma caminando o
llorando. Desde su más temprana infancia se le ha enseñado a examinarse
continuamente.
Y así llega a considerar que la examinante y la examinada que hay en ella son dos elementos constituyentes, pero
siempre distintos, de su identidad como mujer.
Tiene que supervisar todo lo que
es y todo lo que hace porque el modo en que aparezca ante los demás, y en
último término ante los hombres, es de importancia crucial para lo que
normalmente se considera para ella éxito en la vida. Su propio sentido de ser
ella misma es suplantado por el sentido de ser apreciada como tal por otro.
Los hombres examinan a las
mujeres antes de tratarlas. En consecuencia, el aspecto o apariencia que tenga
una mujer para un hombre puede determinar el modo en que este la trate. Para
adquirir cierto control sobre este proceso, la mujer debe abarcarlo e
interiorizarlo. La parte examinante del yo de una mujer trata a la parte
examinada de tal manera que demuestre a los otros cómo le gustaría a todo su yo
que le tratasen. Y este tratamiento ejemplar de sí misma por sí misma
constituye su presencia. La presencia de toda mujer regula lo que es y no es
“permisible” en su presencia. Cada una de sus acciones —sea cual fuere su
propósito o motivación directa— es interpretada también como un indicador de
cómo le gustaría ser tratada. Si una mujer tira un vaso al suelo, esto es un
ejemplo de cómo trata sus propias emociones y, por tanto, de cómo desearía que
la trataran otros. Si un hombre hace lo mismo, su acción se interpreta
simplemente como una expresión de cólera. Si una mujer gasta una broma, esto constituye
un ejemplo de cómo trata a la bromista que lleva dentro y, por tanto, de cómo
le gustaría ser tratada por otros en cuanto mujer bromista. Solamente los
hombres pueden permitirse el lujo de gastar una broma por el mero placer de
hacerlo.
Todo lo anterior puede resumirse
diciendo: los hombres actúan y las mujeres aparecen. Los hombres miran
a las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son miradas. Esto
determina no sólo la mayoría de las relaciones entre hombre y mujeres sino también
la relación de las mujeres consigo mismas. El supervisor que lleva la mujer
dentro de sí es masculino: la supervisada es femenina. De este modo se
convierte a sí misma en un objeto, y particularmente en un objeto visual, en
una visión.»
John Berger
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