«Se va
apoderando de él un humor gris. No es sólo que no sepa qué hacer consigo mismo.
Los acontecimientos del día anterior lo han sacudido hasta lo más profundo de
su ser. El temblor, la flojera son únicamente los primeros signos, los más
superficiales, de la conmoción. Tiene la sensación de que, en su interior,
algún órgano vital ha sufrido una magulladura, un abuso. Tal vez incluso sea el
corazón. Por vez primera prueba a qué sabe el hecho de ser un viejo, estar
cansado hasta los huesos, no tener esperanzas, carecer de deseos, ser
indiferente al futuro. Medio derrumbado sobre una silla de plástico, en medio
del pestazo que despiden las plumas de las gallinas y las manzanas medio
podridas, entiende que su interés por el mundo se le escapa gota a gota. Tal
vez sean precisas semanas, tal vez meses, hasta que se desangre y se quede seco
del todo, pero no le cabe duda de que se desangra. Cuando haya terminado será
como el despojo de una mosca prendido en una telaraña, quebradizo al tacto, más
ligero que una cascarilla de arroz, listo para salir volando con un soplo de
aire.
No puede
contar con que Lucy lo ayude. Con paciencia, en silencio, Lucy tendrá que
encontrar su propio camino de regreso de las tinieblas a la luz. Hasta que no
vuelva a ser la de siempre, sobre él recaerá la responsabilidad de afrontar su
vida cotidiana. Lo malo es que ha llegado demasiado de repente. Y ésa es una
carga para la que no está preparo: la granja, la huerta, las perreras. El
futuro de Lucy, el suyo, el futuro de la tierra en conjunto… todo eso tan sólo
le inspira indiferencia, y eso es lo que le apetece decir: que todo quede para
los perros, que a mí me da igual. En cuando a los hombres que los visitaron,
les desea lo peor dondequiera que estén. Por lo demás, ni siquiera desea pensar
en ellos.
No es
más que una secuela, se dice: una secuela de la agresión. Con el tiempo el
propio organismo sabrá cómo reponerse, y yo, el espectro que lo habita, volveré
a ser el mismo de siempre. Pero la verdad, y él lo sabe, no es ésa, sino otra
muy distinta. Sus ganas de vivir se han apagado de un soplido. Como una hoja
seca a merced de un arroyo, como un bejín que se lleva la brisa, ha comenzado a
flotar camino de su propio fin. Lo ve con bastante claridad, y es algo que lo
colma y lo consume (esa palabra no lo dejará en paz) de desesperación. La
sangre de la vida abandona su cuerpo y es reemplazada por la desesperación, una
desesperación que es como el gas, inodora, incolora, insípida, carente de
nutrientes. Uno la respira y las extremidades se le relajan, todo deja de
importar incluso en el momento en que el acero te roce el cuello.»
J. M.
Coetzee
Desgracia
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