“Ella era hermosa, hermosa y pálida, como
una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose
entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en
el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas
sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus
labios se removieron como para anunciar algunas palabras, pero sólo exhalaron
un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja
una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! –exclamó Fernando al ver
burlada su esperanza-; ¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho?
¡Oh! No… Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte,
si eres una mujer…
-O un demonio… ¿Y si lo fuese?
El joven vació un instante; un sudor frío
corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad
en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi,
exclamó en un arrebato de amor:
-Si lo fueses…, te amaría…, te amaría como
te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay
algo más allá de ella.”
Gustavo Adolfo Bécquer
Los ojos verdes
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