1 de noviembre de 2015

Saber perder


«Por fin escribe el mensaje: “Lo más pesado es cargar con ella todo el día”. Lo envía, se muerde el labio. Se arrepiente. Debería haber escrito algo más brillante. Más atrevido. Algo que le fuerce a responder, a comprometerse, algo que fabrique una cadena de mensajes que al final los reúna. Cuando suena el pitido del móvil que anuncia el mensaje recibido, Lorenzo vuelve la cabeza. Os pasáis el día con eso, qué coñazo, se os va a olvidar hablar. Es más barato, le explica Sylvia. Un instante después la decepción al leer la respuesta de Ariel. “Ánimo.” Sylvia tiene ganas de reír. De reírse de ella misma. Se mira en el retrovisor exterior buscando el fondo de sus ojos. Está roto, quebrado. El espejo. Está roto, dice a su padre. Sí, ya lo sé, hace días, algún hijoputa.

La respuesta de Ariel ha devuelto a Sylvia de un bofetón a la realidad. Le recuerda quién es él, quién es ella. Los pies en el suelo. Tendrá que vigilar que no asalte sus sueños, los ratos en que su pensamiento se evade. Que no alimente los ratos muertos con el anhelo de una llamada de él, de un contacto que no llega. Sabe que el único placer del que puede disfrutar es el que provoca esa punzada de dolor, esa especie de desolado conformismo. Está triste, pero al menos la tristeza es suya, la ha fabricado ella con sus expectativas, no se la ha provocado nadie, no es víctima de nadie. Se siente bien en ese sufrir, no le molesta. Se tumba. A esperar. No sabe qué.»

David Trueba
Saber perder

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