«Esa misma noche,
media hora o tres cuartos después, sonó el timbre de la entrada. Eve había
venido en taxi a Newark. Estaba pálida y ojerosa. Subió a toda prisa la
escalera, y cuando nos vio a Doris y a mí en el rellano sonrió al instante,
como saben hacerlo las actrices, como si Doris fuese una admiradora esperando a
la entrada de los estudios para hacerle una foto con su cámara de cajón. Entonces
pasó por nuestro lado, encontró a Ira y se arrodilló. El mismo número que
aquella noche en la cabaña. La Suplicante de nuevo. Repetida y promiscuamente
la Suplicante. La pretensión aristocrática de señorío y aquella conducta
perversa y desconocedora de la vergüenza. “Te lo imploro… ¡no me abandones!
¡Haré lo que sea!”
Nuestra pequeña y
lista Lorraine había estado en su habitación haciendo los deberes. Había ido a
la sala de estar en pijama, para desearnos las buenas noches, y, allí, aquella
estrella famosa a la que escuchaba cada semana en El
radioteatro americano, aquel personaje
alabado dejándose atropellar por la vida. El caos y la crudeza de la más
profunda intimidad de un ser humano expuesto en el suelo de nuestra sala de
estar. Ira le pidió a Eve que se levantara, pero, cuando intentó alzarla, ella
le rodeó las piernas con los brazos y el aullido que lanzó dejó boquiabierta a
Lorraine. La habíamos llevado a ver el espectáculo del Roxy y al planetario
Hayden, habíamos ido en coche a las cataratas del Niágara, pero, en cuanto a
espectáculos, aquél constituía el pináculo de su infancia.»
Philip Roth
Me casé con un comunista
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