«El problema era que siempre había sido una
inepta, solo que no me había parado a pensarlo.
La única cosa que se me daba bien era conseguir
becas y premios, y esa época estaba tocando a su fin.
Me sentí como un caballo de carreras en un mundo
sin hipódromos, o como un campeón de fútbol universitario plantando cara de
pronto a Wall Street y un traje de ejecutivo, viendo sus días de gloria
reducidos a una pequeña cosa de oro sobre la repisa, con una fecha grabada como
la fecha en una lápida.
Vi la vida ramificándose ante mí igual que la
higuera verde del cuento.
De la punta de cada rama, como un suculento higo
morado, un futuro maravilloso me atraía y me tentaba. Un higo era un marido y
un hogar feliz y niños, y otro higo era una poeta famosa, y otro higo una
profesora brillante, y otro higo era E.G., la fantástica editora, y otro higo
era Europa y África y Sudamérica, y otro higo era Constantin y Socrates y
Attila y un pelotón de otros amantes con nombres curiosos y profesiones
estrafalarias, y otro higo era una campeona olímpica de remo, y más allá y por
encima de esos higos había muchos más que no acertaba a distinguir.
Me vi sentada en la horcadura de esa higuera,
muriendo de hambre solo porque no podía decidir cuál de los higos deseaba. Los
quería todos, pero elegir uno significaba perder los demás, y mientras
permanecía allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaban a arrugarse
y a ponerse negros, y uno por uno caían en el suelo a mis pies.»
Sylvia Plath
La campana de cristal
La campana de cristal
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