«Los gatos no van al cielo. Las
mujeres no son capaces de escribir las obras de Shakespeare.
Pese a todo, mientras recorría
con la mirada las obras de Shakespeare en los estantes, no pude dejar de pensar
en que el obispo estaba en lo cierto al menos en este punto: habría sido del
todo imposible que una mujer escribiera las obras de Shakespeare en la época de
Shakespeare. Permitidme que imagine, ya que los datos son tan escasos, qué
habría ocurrido si Shakespeare hubiese tenido una hermana prodigiosamente
dotada, llamada Judith, digamos. Es muy probable que el propio Shakespeare ―su
madre era una heredera― fuese al colegio, y que allí aprendiera latín ―Ovidio,
Virgilio y Horacio― además de los fundamentos de la gramática y de la lógica.
Era, sabido es, un niño indómito que cazaba ratones, incluso puede que matase algún
ciervo, y que contrajo matrimonio, bastante antes de lo aconsejable, con una
mujer del vecindario, que le dio un hijo bastante antes de lo aconsejable. Esta
aventura lo llevó a Londres en busca de fortuna. Sentía, al parecer,
inclinación por el teatro, y empezó por ocuparse de los caballos en la entrada
de los artistas. Pronto encontró trabajo en las tablas, trabó amistad con un
actor de éxito y pasó a vivir en el centro del universo: conocía a todo el
mundo, frecuentaba a todo el mundo, practicaba su arte escénico, ejercitaba su
ingenio en las calles e incluso tenía acceso al palacio de la reina.
Entretanto, su hermana prodigiosamente dotada, supongamos que se quedaba en
casa. Tenía el mismo espíritu aventurero, la misma imaginación y las mismas
ansias de ver mundo que William. Pero no fue al colegio. No tuvo la oportunidad
de leer a Horacio y a Virgilio. De vez en cuando tomaba un libro, de su hermano
tal vez, y leía unas páginas. Pero entonces sus padres la ordenaban que
remedase los calcetines o se ocupara del guiso en lugar de entregarse a
ensoñaciones entre libros y papeles. Serían severos con ella, aunque amables,
pues eran personas conscientes de las condiciones de la vida para una mujer y
querían a su hija; de hecho, es probable que fuera la niña de los ojos de su
padre. Puede que Judith escribiera algunas páginas a escondidas, en el desván
donde guardaban las manzanas, pero siempre se cuidaba de ocultarlas o
quemarlas. Pronto, antes de cumplir los veinte años, estaría prometida con el
hijo de un comerciante en lanas de la vecindad. Proclamó a gritos que ese
matrimonio le resultaba odioso, y su padre le dio una paliza. A partir de ese
día dejó de castigarla. En vez de eso, le suplicó que no le hiciera sufrir, que
no lo avergonzada en ese asunto del casamiento. Con los ojos llenos de
lágrimas, le prometió un collar de perlas o unas enaguas bonitas. ¿Cómo podía
ella desobedecer’ ¿Cómo podía romperle el corazón? Sólo la fuerza de su talento
la impulsó a dar el paso. Hizo un hatillo con sus pertenencias, se descolgó por
la ventana con ayuda de una cuerda una noche de verano y tomó el camino de
Londres. Aún no tenía diecisiete años. Los pájaros que cantaban en el seto no
sentían la música más que ella. Poseía la misma imaginación desbordante, el
mismo don que su hermano para captar la melodía de las palabras. Y, como a él,
le gustaba el teatro. Se detuvo en la entrada de artistas; quería actuar, dijo.
Los hombres se rieron en sus narices. El director, un hombre gordo, de labios
caídos, prorrumpió en carcajadas. Y bramó algo sobre caniches que bailaban y
mujeres que actuaban. Insinuó… ya imagináis qué. No podía formarse en el
oficio. ¿Podía siquiera cenar en una taberna o vagar por las calles a
medianoche? Pero Judith estaba tocada por el genio de la literatura y ansiaba
alimentarse de las vidas de los hombres y las mujeres, del estudio de sus
costumbres. Por fin, puesto que era muy joven y guardaba un extraño parecido
con su hermano el poeta ―los mismos ojos grises y las mismas cejas arqueadas―,
por fin el director de actores, Nick Green, se apiadó de ella; no tardó en
quedar encita de este caballero y, una noche de invierno ―¿quién puede medir el
ardor y la violencia del alma del poeta atrapado y enredado en un cuerpo de
mujer?―, se quitó la vida. Hoy yace enterrada en algún cruce de caminos, donde
ahora paran los ómnibus, junto al Elephant and Castle.
Así, más o menos, habría sido
la historia, de haber tenido una mujer el genio de Shakespeare. Coincido
personalmente con el difunto obispo, si en verdad lo era: es inconcebible que
una mujer hubiera podido tener el genio de Shakespeare en la época de
Shakespeare. Porque genios como el de Shakespeare no nacen entre personas
trabajadoras, incultas y serviles. No nacían en Inglaterra, entre los sajones y
los britanos. No nacen hoy entre las clases obreras. ¿Cómo podían haber nacido
entre mujeres que empezaban a trabajar siendo apenas unas niñas, obligadas por
sus padres y el poder de las leyes y las costumbres? Sin embargo, tuvo que
haber personas dotadas de alguna clase de talento entre las mujeres y entre las
clases trabajadoras, aunque no dejaran huella sobre el papel. De vez en cuando
resplandecen una Emily Brontë o un Robert Burns que así lo demuestran. No
obstante, cuando leo sobre una bruja emplumada, sobre una mujer poseída por los
demonios, sobre una mujer sabia que vendía hierbas, incluso sobre un hombre extraordinario
que tenía una madre, tengo la sensación de estar sobre la pista de una
novelista perdida, de una poeta silenciada, de alguna muda y anónima Jane
Austen, de alguna Emily Brontë que se machacó los sesos en los páramos o vagó
por los caminos con el rostro desencajado, enloquecida por la tortura que su
talento le había infligido. Me atrevería a decir que Anon, que escribió tantos
poemas sin firmarlos, era una mujer. Era una mujer, así lo sugirió Edward
Fitzgerald según tengo entendido, quien compuso las baladas y las canciones
populares para arrullar con ellas a sus hijos, para entretenerse mientras
hilaba o sobrellevar las largas noches de invierno.»
Virginia Woolf
Una habitación propia
Una habitación propia
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