«―Pronto será ya la hora de
cenar- ¿No vienes a comer? ―La voz del hijo delató su turbación.
―Voy enseguida. Ve tú primero. Quiero ver si este viejo zorro es capaz de pegármela otra vez. ―El tono del padre era tranquilo, su ánimo completamente enfrascado en la pesca.
El hijo se alejó, caminando
lentamente a lo largo del muelle. Los olores desagradables a cerrado que salían
de algunas casas se mezclaban con el hedor a podrido que emanaba de los
rincones muertos del puerto. No conseguía vencer el desconsuelo que se había
apoderado de él desde las primeras horas de la tarde. Todo le daba una ligera
sensación de náusea: la idea de volver a aquella casa sofocante, de ver a la
vieja Teresa despeinada con su bata sucia, a la nuera enfermiza con sus ojos de
víctima, al curilla pegajoso igual que sus manos sudadas. Tener que sentarse a
la mesa entre aquellas antiguallas de bazar histórico, con la aprensión
continua de ver detenerse en la garganta de su padre el bocado que estaba
tomando. No poderle ayudar, no conseguir siquiera irle a la zaga en aquella
heroica voluntad suya de olvidar el mal.
Incluso ahora, al encontrarle
en el muelle tan enfrascado en aquel estúpido pasatiempos, se había esforzado
en darle un tono de broma a su voz, pero la tristeza se había apoderado de su
ánimo. Quizá fuera verdad que no sabía tomarse la vida con ligereza y corría el
riesgo de convertirse en un peso para su padre antes que en un consuelo: hacía
que fuera estéril el sacrificio de haber bajado de la montaña.»
Giani Stuparich
La isla
―Voy enseguida. Ve tú primero. Quiero ver si este viejo zorro es capaz de pegármela otra vez. ―El tono del padre era tranquilo, su ánimo completamente enfrascado en la pesca.
La isla
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