«En aquella época tenía sólo
veinticuatro años. Ya entonces mi vida era sombría, desordenada y solitaria
hasta la hosquedad. No tenía amigos ni conocidos, evitaba hablar con la gente y
me iba acurrucando cada vez más en mi madriguera. Durante mi trabajo, en la
oficina, procuraba no fijar la vista en nadie y me percataba claramente de que
mis colegas no sólo me tenían por un tipo raro, sino que además ―o al menos así
me parecía― me miraban casi con asco. Uno de los oficinistas tenía una cara
repugnante, picada de viruelas, la cara, diríase de un facineroso. Con una cara
así yo no me atrevería a mirar a nadie. Otro tenía un uniforme tan raído y
pringoso que nadie podía acercarse a él por el mal olor que despedía. Y, sin
embargo, ninguno de estos señores parecía avergonzarse de su atavío, de su
cara, o de la impresión moral que producía. Ninguno de ellos imaginaba que
alguien pudiera mirarle con asco; y, aun de habérselo imaginado, no le habría
importado, con tal que sus jefes se dignasen mirarle. Ahora comprendo
perfectamente que, a causa de mi infinita vanidad y, por ende, de mi morbosa
sensibilidad en todo lo tocante a mi persona, solía observarme a mí mismo con
un feroz disgusto rayano en asco, y por ello tendía a atribuir a los demás mi
propio estado de ánimo. Por ejemplo, detestaba mi propia cara, la veía como si
fuera la cara de un pillo, e incluso sospechaba que su expresión era ruin; por
eso cada vez que iba a la oficina trataba angustiosamente de comportarme con la
mayor independencia posible para que no fueran a creer que era servil y para
dar a mi semblante el aspecto más digno posible. “Pues sí, mi cara es fea ―me
decía―, pero al menos trataré de que parezca digna, expresiva y sobre todo extraordinariamente inteligente.” Pero
sabía tan plena como penosamente que mi cara nunca expresaría ninguno de esos
atributos. Lo más horrible era que me parecía estúpida sin lugar a dudas. Me
habría contentado con que me pareciese inteligente. Incluso habría tolerado su
expresión ruin si al mismo tiempo esa cara les hubiera parecido a otros
enormemente inteligente.
Ni que decir tiene que detestaba a todos esos oficinistas, desde el primero hasta el último. Los despreciaba a todos; y, sin embargo, también los temía. A veces sucedía que los ensalzaba por encima de mí mismo. Me ocurría que de pronto los despreciaba y al instante siguiente los tenía por mejores que yo. Un hombre honrado y bien instruido no puede ser vanidoso sin exigirse mucho y sin menospreciarse a veces hasta el extremo de odiarse a sí mismo. Pero tanto si menospreciaba a mis colegas como si los ensalzaba por encima de mí, bajaba los ojos casi siempre que me encontraba con alguno de ellos.»
Ni que decir tiene que detestaba a todos esos oficinistas, desde el primero hasta el último. Los despreciaba a todos; y, sin embargo, también los temía. A veces sucedía que los ensalzaba por encima de mí mismo. Me ocurría que de pronto los despreciaba y al instante siguiente los tenía por mejores que yo. Un hombre honrado y bien instruido no puede ser vanidoso sin exigirse mucho y sin menospreciarse a veces hasta el extremo de odiarse a sí mismo. Pero tanto si menospreciaba a mis colegas como si los ensalzaba por encima de mí, bajaba los ojos casi siempre que me encontraba con alguno de ellos.»
Fiódor Dostoyevski
Apuntes del subsuelo
No hay comentarios:
Publicar un comentario