«No hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de
vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si
el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías,
vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder. Y si
es cierto, como pretende Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe
predicar con el ejemplo, se advierte la importancia de esa respuesta, puesto que
va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibles para el
corazón, pero que se debe profundizar a fin de hacerlas claras para el
espíritu.
Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar
si tal cuestión es más apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los
que obligue. Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que
defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor
facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo
bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber
cuál gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una
cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que
la vida no vale la pena de vivirla. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen
matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se
llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para
morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más
apremiante. ¿Cómo contestarla? Con respecto a todos los problemas esenciales, y
considero como tales a los que ponen en peligro la vida o los que decuplican el
ansia de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento: el de
Pero Grullo y el de Don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo
único que puede permitirnos llegar al mismo tiempo a la emoción y a la
claridad. Se concibe que en un tema a la vez tan humilde y tan cargado de
patetismo, la dialéctica sabia y clásica deba ceder el lugar, por lo tanto, a
una actitud espiritual más modesta que procede a la vez del buen sentido y de
la simpatía.
Siempre se ha tratado del suicidio como de un
fenómeno social. Por el contrario, aquí se trata, para comenzar, de la relación
entre el pensamiento individual y el suicidio. Un acto como éste se prepara en
el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El propio suicida lo
ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un gerente de inmuebles que se había
matado, me dijeron un día que había perdido a su hija hacía cinco años y que
esa desgracia le había cambiado mucho, le había “minado”. No se puede desear
una palabra más exacta. Comenzar a pensar es comenzar a estar minado. La
sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos. El gusano se halla en el
corazón del hombre y en él hay que buscarlo. Este juego mortal, que lleva de la
lucidez frente a la existencia a la evasión fuera de la luz, es algo que debe
investigarse y comprenderse.
Muchas son las causas para un suicidio, y, de una
manera general, las más aparentes no han sido las más eficaces. La gente se
suicida rara vez (sin embargo, no se excluye la hipótesis) por reflexión. Lo
que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los diarios hablan con
frecuencia de “penas íntimas” o de “enfermedad incurable”. Son explicaciones
válidas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado no le
habló con un tono indiferente. Ese sería el culpable, pues tal cosa puede
bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en
suspenso.
Pero si es difícil fijar el instante preciso, el
paso sutil en que el espíritu ha apostado a favor de la muerte, es más fácil
extraer del acto mismo las consecuencias que supone. Matarse, en cierto
sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido
sobrepasado por la vida o que no se la comprende.»
Albert Camus
El mito de
Sísifo
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