«Durante kilómetros caminábamos a trompicones,
resbalando en el hielo y sosteniéndonos continuamente el uno al otro, sin decir
palabra alguna, pero mi compañero y yo sabíamos que ambos pensábamos en
nuestras mujeres. De vez en cuando levantaba la vista al cielo y contemplaba el
diluirse de las estrellas al tiempo que el primer albor rosáceo de la mañana se
dejaba ver tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la
imagen de mi esposa, imaginándola con una asombrosa precisión. Me respondía, me
sonreía y me miraba con su mirada cálida y franca. Real o irreal, su mirada
lucía más que el sol del amanecer. En ese estado de embriaguez nostálgica se
cruzó por mi mente un pensamiento que me petrificó, pues por primera vez comprendí
la sólida verdad dispersa en las canciones de tantos poetas o proclamaba en la
brillante sabiduría de los pensadores y de los filósofos: el amor es la meta
última y más alta a la que puede aspirar el hombre. Entonces percibí en toda su
hondura el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las
creencias humanas intentan comunicarnos: la salvación del hombre sólo es
posible en el amor y a través del amor. Intuí como un hombre, despojado de
todo, puede saborear la felicidad —aunque sólo sea un suspiro de felicidad— si
contempla el rostro de su ser querido. Aun cuando el hombre se encuentre en una
situación de desolación absoluta, sin la posibilidad de expresarse por medio de
una acción positiva, con el único horizonte vital de soportar correctamente
—con dignidad— el sufrimiento omnipresente, aun en esa situación ese hombre
puede realizar en la amorosa contemplación de la imagen de su persona amada.»
Viktor Frankl
El hombre en
busca de sentido
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