«El Txato, de centinela, qué
paciencia me tiene que dar Dios, vigilaba la calle poco transitada por ser
domingo. Y a la hora acordada, puntuales, cogidos de la mano, los vio aparecer
en su campo visual, ella con un ramo de flores. Qué alta, qué guapa, qué
elegante. Impresionado, se deleitó unos segundos en la contemplación de la
imagen antes de dar aviso a Bittori, que vino con pasos nerviosos de la cocina,
soltándose a toda prisa el delantal.
—Los zapatos no pegan con la
ropa.
—A mí me parece un monumento de
mujer.
—No toques la cortina, haz el
favor.
—¡Menuda planta tiene! Es casi
tan alta como el hijo.
—El negro del pelo no es
natural. Y el broche de la solapa, desde aquí, parece un lamparón. Yo diría que
esta señora no tiene mucho gusto.
Tras la despedida de la ya
formal, reconocida pareja, el Txato, que había comido y bebido por tres,
¿durmió su siesta? Lo intentó. Bittori, atareada en la cocina, no lograba
serenarse. Se franqueaba, madre monologante, madre dolorida, con la espuma del
fregadero. Su hijo con aquella mujer, una simple auxiliar de enfermería.
Manifestó opiniones adversas hacia el auditorio formado por cacharros sucios.
Al estropajo le dijo esto; al grifo le dijo lo otro. No recibía respuestas, no
hallaba la deseada comprensión. Necesitaba a toda costa la cercanía de oídos
humanos. En casa, en aquellos momentos, no había otros que los del Txato.
Conque, sintiéndolo por su digestión y su reposo, entró, ¿eso es entrar?,
bueno, irrumpió en la habitación. Venía hablando sola desde la cocina, secándose
las manos en el delantal. Sin parar de hablar se sentó en el borde la cama. Le
arreó una sacudida a su marido.
—¿Cómo puedes dormir tan
pancho?
Adiós, siesta. Con lengua
amodorrada, farfulló: qué tienes, qué pasa. Bittori no respondió. Ni siquiera
parecía interesada en conversar. No buscaba interlocutor, tan sólo oídos.
—No veo que Xabier pueda ser
feliz con esa señora. Ella tendrá las virtudes que tú quieras. Yo, la verdad,
no se las veo por ninguna parte. Me ha parecido una maniática de arriba abajo.
El marisco no lo ha probado. El jamón, tampoco. Me he pasado la santa mañana
asando un gorrín, fui a Pamplona a comprarlo y al final resulta que es
vegetariana. Pues ya me dirás.»
Fernando Aramburu
Patria
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