«Nunca ha sido ni se ha sentido muy profesor; en esta institución del
saber tan cambiada y, a su juicio, emasculada, está más fuera de lugar que
nunca. Claro que, a esos mismos efectos, también lo están otros colegas de los
viejos tiempos, lastrados por una educación de todo punto inapropiada para
afrontar las tareas que hoy día se les exige que desempeñen; son clérigos en un
época posterior a la religión.
Como no tiene ningún respeto por las materias que imparte, no causa
ninguna impresión en sus alumnos. Cuando les habla, lo miran sin verlo; olvidan
su nombre. La indiferencia de todos ellos lo indigna más de lo que estaría
dispuesto a reconocer. No obstante, cumple al pie de la letra con las
obligaciones que tiene para con ellos, con sus padres, con el Estado. Mes a mes
les encarga trabajos, los recoge, los lee, los devuelve anotados, corrige los
errores de puntuación, la ortografía y los usos lingüísticos, cuestiona los
puntos flacos de sus argumentaciones y adjunta a cada trabajo una crítica
sucinta y considerada, de su puño y letra.
Sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para
ganarse la vida, pero también porque así aprende la virtud de la humildad,
porque así comprende con toda claridad cuál es su lugar en el mundo. No se le
escapa la ironía, a saber, que el que va a enseñar aprende la lección más
profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada.»
J. M. Coetzee
Desgracia
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