«—¿Te fijaste en la palidez de ese montañés que
ha matado hace pocos días? —dijo Besian mirando con fijeza, quién sabe por qué,
el anillo en la mano de su mujer—. Ése que acabamos de ver.
—Es verdad, estaba terriblemente pálido —dijo
Diana.
—Quién sabe las dudas y vacilaciones que ha
experimentado antes de partir para cometer el homicidio. ¿Qué son las zozobras
que describe Shakespeare frente al de este Hamlet de nuestras montañas?
Los ojos de ella lo contemplaron con
agradecimiento.
—¿Te parece excesivo que cite al príncipe danés
para referirme a un montañés del Rrafsh?
—En absoluto —dijo Diana—. Expresas las cosas con
tanta precisión, y ya sabes cuánto aprecio en ti esa cualidad.
Por su cerebro pasó furtivamente la idea de que
había sido precisamente ese don de la palabra lo que le había ayudado a
conquistar a Diana.
—A Hamlet se le apareció el espectro de su padre
para empujarlo a la venganza —prosiguió Besian excitado—, pero ¿te imaginas qué
pavorosos espectros asaltan al montañés para inducirlo a la venganza de sangre?
Los ojos de Diana, abiertos de par en par, lo
miraban de soslayo.
Él le habló de la camisa ensangrentada de la
víctima, que no se retiraba de la habitación de los hombres hasta que no
quedaba lavada con otra sangre.
—¿Imaginas el terrible tormento que eso supone? A
Hamlet se le apareció dos o tres veces el espectro de su padre a medianoche, y
sólo durante unos instantes, pero la camisa que reclama venganza permanece en
nuestras kulla noche y día durante
meses y estaciones enteras, y cuando la sangre cambia de color, las gentes
dicen: ahí está, el muerto se está impacientando por no ser vengado.
—Quizá por eso estaba tan pálido.
—¿Quién?
—Aquél, el montañés.
—Ah, sí, desde luego.
Besian tuvo la fugaz impresión de que Diana
pronunciaba la palabra “pálido” de un modo que parecía estar diciendo “hermoso”,
pero desechó al instante la idea.
—¿Y qué es lo que hará ahora? —preguntó Diana.
—¿Quién?
—Ése…, el montañés.
—Ah, ¿qué es lo que va a hacer? —Besian se alzó
de hombros—. Si, como dijo el posadero, hace cuatro o cinco días que ejecutó el
homicidio y, suponiendo que se haya acogido a la besa grande, es decir, la besa
de un mes, en ese caso le quedan veinticinco días de vida normal.
Sonrió con amargura, mas el rostro de ella no se
alteró.
—Se trata de una especie de último permiso en
este mundo —prosiguió él—. La famosa expresión de que los vivos no son sino
muertos venido de vacaciones a esta vida adquiere en nuestras cumbres su
sentido más exacto.
—Eso es lo que parecía, como si hubiera venido
transitoriamente desde el más allá —intervino ella—. Y con esa señal procedente
de allí en la manga —Diana suspiró—. Es como tú decías —continuó—, lo mismo que
un Hamlet.
Besian miraba al exterior con la sonrisa
congelada en la parte superior del rostro.
—Y piensa que Hamlet es empujado a cometer el
homicidio por una causa tangible. Mientras que en el caso de éste —Besian
señaló con la mano el camino, en dirección contraria a la que avanzaban—, el
mecanismo que le ha puesto en movimiento es ajeno a su protagonista, en
ocasiones se encuentra incluso lejos de su tiempo.
Diana escuchaba con atención, aunque algo se le
escapaba del sentido de aquellas palabras.
—Se precisa de una voluntad de titán para partir
hacia la muerte en cumplimiento de una orden recibida desde tan enorme
distancia —prosiguió Besian—. Pues ese mandato procede de muy lejos, en
ocasiones de generaciones humanas ya desaparecidas.
Diana volvió a lanzar un profundo suspiro.
—Gjorg —dijo en voz baja—. Así se llamaba, ¿no?
—¿Quién?
—Quién va a ser, el montañés…, el de la posada.
—Ah, sí, Gjorg. Justo así. Te ha impresionado,
¿eh?
Ella asintió con un movimiento de cabeza.»
Ismaíl Kadaré
Abril
quebrado
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