«Sus películas favoritas eran, en este orden: las musicales, las policíacas y las del Oeste. En las primeras, cantantes y bailarines reales hacían carreras
irreales en un mundo del espectáculo que venía a ser, en esencia, una esfera
impermeable a todo lo que representara pena o tristeza, de la cual estaban
excluidas la muerte y la verdad y donde, al final, el canoso, inocente y
confiado, y técnicamente inmortal, padre de la heroína, reticente al principio
a permitir que su hija se entregue a su loca pasión por las tablas, acaba
aplaudiendo a rabiar su apoteósico triunfo en el fabuloso Broadway. Las
películas policíacas también se desarrollaban en un mundo aparte: en él, heroicos
periodistas eran torturados, las facturas telefónicas ascendías a cifras astronómicas
y, en un ambiente sano y deportivo, aunque caracterizado por una inepta falta
de puntería a la hora de disparar, los malos eran perseguidos por cloacas y
almacenes de los más variados artículos por policías de patológica temeridad
(mi captura no habría de causar tan extenuante ejercicio). En último lugar
estaban los paisajes de tonos pardos, los domadores de caballos salvajes, de rostro
rosado y ojos azules, la recada y hermosa maestra, que llega al pueblo
levantado a orillas del rumoroso arroyo, el caballo que se encabrita, la
espectacular estampida del ganado, el cristal roto con un vigoroso golpe de
revólver, la increíble pelea a puñetazo limpio, las montañas de muebles viejos
que sueltan nubes de polvo al romperse, la mesa utilizada como proyectil, el
oportuno salto mortal, la mano atada que busca a tiendas el cuchillo de monte
caído al suelo, el rugido de la desesperación, el ruido amortiguado del puño al
chocar contra la barbilla, la patada en la entrepierna, el hábil salto sobre el
contrario para derribarlo al suelo; e, inmediatamente después de recibir una
serie de golpes demoledores, que habrían mandado a Hércules al hospital (a
estas alturas puedo afirmarlo por experiencia propia), el valiente héroe de la
película, en cuya bronceada mejilla no aparece más que la sombra de un morado,
lo que le da todavía mayor atractivo, si cabe, abraza a su entusiasmada futura
esposa, toda una mujer del Oeste.»
Vladimir Nabokov
Lolita
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