«—Angélica
Inés Petrus —murmuró—. Y yo dije hace un rato, humildemente,
con poca fe: usted y Petrus. Me parece perfecto, todo es perfecto en
el segundo momento.
—Gracias,
doctor. Ahora, que hay algo. Usted ya lo comprende. —Sin esperanzas
ni intención de ser creído, como un simple homenaje amistoso,
Larsen dejó de mirarse los pies y alzó hacia el médico la mejor
expresión de inocencia, de honrada inquietud y sinceridad que le era
posible componer a los cincuenta años. Díaz Grey asintió como si
la repugnante y desinteresada intención de conmover que mostraba la
cara de Larsen hubiera sido una frase. Esperó estremecido—. Nos
queremos, claro. Todo empezó en casi nada, como siempre sucede. Pero
es un paso serio. Lo más importante de mi viaje, con esta lluvia y
en una lancha de pescadores, era hablar con usted del problema. Puede
haber hijos, puede ser que el matrimonio la perjudique.
—¿Cuándo
se casan? —preguntó Díaz Grey con fervor.
—Eso.
Comprenda que no puedo estar haciéndola perder el tiempo. Yo
quisiera saber, respetando el secreto profesional…
—Bueno
—dijo Díaz Grey, acercando el cuerpo al escritorio, bostezando y
sonriendo después plácidamente con los ojos llenos de lágrimas—.
Es rara. Es anormal. Está loca pero es muy posible que no llegue
nunca a estar más loca que ahora. Hijos, no. La madre murió idiota,
aunque la causa concreta fue un derrame. Y el viejo Petrus, ya le
dije, simula la locura para no quedarse loco del todo. Es duro de
decir, pero sería mejor que no tengan hijos. En cuanto a vivir con
ella, usted la conoce, me imagino; sabrá si puede soportarla.
Se levantó
y volvió a bostezar. Larsen destruyó velozmente su cara de
preocupada inocencia y fue a recoger de la camilla, con un crujido de
rótula, el sobretodo y el sombrero.
Ahora, en
la incompleta reconstrucción de aquella noche, en el capricho de
darle una importancia o sentido históricos, en el juego inofensivo
de acortar una velada de invierno manejando, mezclando, haciendo
trampas con todas estas cosas que a nadie interesan y que no son
imprescindibles, llega el testimonio del barman del Plaza.»
Juan Carlos
Onetti
El
astillero
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