«Lavaba
los platos guiñando los ojos al humo del cigarro que le colgaba de la boca y
los iba pasando a Larsen para que los secara.
“Tan
hermosa y tan concluida —pensaba Larsen—. Si se lavara, si le diera por
peinarse. Pero con todo, aunque se pasara las tardes en un salón de belleza y
la vistieran en París y yo tuviera diez o veinte años menos, no se puede
calcular la necesidad, y a ella le diera por meterse conmigo, sería inútil.
Está lisa, quemada y seca como un campo después de un incendio de verano, más
muerta que mi abuela, y es imposible, apuesto, que no esté muerto también lo
que lleva en la barriga”.»
Juan
Carlos Onetti
El
astillero
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