«—Tenemos
poco tiempo. Debes aprender a la mayor velocidad posible. Cuando me dediqué a
viajar en astronaves, con el único objeto de estar vivo cuando tú aparecieras,
mi mujer y mis hijos murieron, y mis nietos tenían mi edad cuando volví. No
tenía nada que decirles. Estaba desconectado de todas las personas que quería,
de todo lo que conocía, y viví en esta catacumba extraña, obligado a no hacer
nada importante sino enseñar a un estudiante detrás de otro, todos tan
prometedores; todos, al final, malogrados. Fracasos. Les enseño, les enseño,
pero ninguno aprende. Tú también eres una gran promesa, como tantos otros
estudiantes que vinieron antes que tú, pero también en ti puede estar la semilla
del fracaso. Mi trabajo es encontrarla, destruirte si puedo, y créeme, Ender,
si se te puede destruir, yo puedo hacerlo.
—Así que
son soy el primero.
—No,
claro que no. Pero eres el último. Si no aprendes no tendremos tiempo para
encontrar a ningún otro. Por eso deposito mi esperanza en ti, simplemente
porque eres el único que queda para depositar mi esperanza.
—¿Y los
otros? ¿Mis jefes de escuadrón?
—¿Quién
puede ocupar tu puesto?
—Alai.
—Sé
sincero.
Ender no
pudo decir nada.
—No soy
feliz, Ender. La humanidad no nos pide que seamos felices. Sólo nos pide ser
brillantes en su nombre. Primero la supervivencia, luego la felicidad que
podamos alcanzar. Así que, Ender, espero que mientras dure tu adiestramiento no
me aburras con quejas de que no te diviertes. Saca el placer que puedas en los
intersticios de tu trabajo, pero tu trabajo es lo primero, aprender es lo
primero, vencerlo es todo porque sin eso no hay nada. Cuando me puedas devolver
a mi mujer muerta, Ender, puedes quejarte de lo que te cuesta tu educación.»
Orson
Scott Card
El juego de Ender
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