«Lo importante era hacer acopio de serenidad y
saborear aquella excitación tan grande ante la idea de contestar «quiero» a
cualquier invitación o desafío. Se avecinaba un juego inédito, aunque muy
antiguo también, el gran juego apasionante del que todo el mundo tiene
referencias y que hasta entonces yo sólo había disfrutado a través de las que
me llegaban del cine y los libros. Mariana opinaba que me estaba envenenando
con tantas historias de amor literarias y que aquellas pistas falaces de las
novelas y del cine me iban a despistar cuando intentara aplicarlas a mi propia
historia.
—No tendré que pedir ninguna pista a nadie,
no te preocupes —protestaba yo—. Sabré yo sola muy bien lo que tengo que hacer
cuando llegue el caso.
—¿Y cómo sabrás que ha llegado el caso? —insistía
Mariana.
—Porque tendré ganas de gustar. Me lo dirá el
cuerpo. Y la imaginación y la inteligencia se crecerán, obedeciendo a las
señales del cuerpo, querrán ponerse a su altura.
Todo se iba cumpliendo, con el añadido de un
regalo premonitorio. La imaginación tenía que abarcar mucho para ponerse a la
altura de un cuerpo que llevaba veinticuatro horas con ganas de gustar, que,
resucitando inopinadamente al conjuro de un hada madrina, se había vestido de
gala y había ensayado ante el espejo una función sin réplica; que estaba deseando
convertirse, a su vez, en espejo. El mismo cuerpo que ahora acababa de
desprenderse en silencio de los zapatos y subía los pies al sofá con languidez
teatral; gesto, por cierto, que pareció hallar eco en el otro actor y provocar
un amago de torsión en su cabeza, aunque tan tenue y breve que la chica de rojo
no tuvo tiempo más que para adivinar entre pestañas el remate de una garganta
memorable.»
Carmen Martín Gaite
Nubosidad
variable
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