«Constituía
un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y
cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella
gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre
le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando
todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y
ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número
451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama
anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador
y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del
atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un
enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego,
empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a
palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que
los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran
aventados por un aire que el incendio ennegrecía.»
Ray
Bradbury
Fahrenheit
451
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