«—Señor,
fíjese en lo que hemos encontrado en el dormitorio del caballero después de que
se fuese.
Sabía
que el ama era dueña de una buena dosis de esa debilidad característica de su
sexo denominada curiosidad. Yo ya me había dado cuenta de que la súbita partida
de mi alumno había hecho acrecentar entre las mujeres de mi servicio doméstico
la creencia de que era víctima de una desdichada unión. Me pareció que había
llegado el momento de terminar con cualquier cotilleo, y me propuse que nadie
hurgara en sus cosas durante su ausencia.
—Su
único deber en la habitación de mi alumno —le dije al ama— es procurar que esté
limpia y debidamente ventilada. No debe tocar sus cartas, o sus papeles, o
cualquier otra cosa que haya dejado en la habitación. Ponga de nuevo lo que sea
en el lugar donde lo haya encontrado.
El ama
no solamente era dueña de una buena dosis de curiosidad, sino que también
poseía otra buena dosis de carácter femenino. Me escuchó, se avergonzó e hizo
un violento movimiento con la cabeza.
—¿Debo
ponerla de nuevo en el suelo, entre la cama y la pared? —un gesto irónico
contradecía de tal forma que parecía doblarse a mis deseos—. Fue ahí donde la
doncella la encontró, limpiando la habitación. Cualquiera podría ver —siguió el
ama indignada— que el pobre caballero se ha ido con el corazón afligido. Y
usted, en mi opinión, es el culpable.
Con esas
palabras hizo una ligera inclinación y dejó una pequeña fotografía sobre el
escritorio.
Me fijé
en ella.
De
repente, el corazón empezó a latirme angustiado; sentí fatiga: el ama, los
muebles, las paredes de la habitación, todo se mecía y giraba de un lado para
otro.
El
retrato que acababan de encontrar en la habitación de mi alumno era el de
Jéromette.»
Wilkie
Collins
La confesión del pastor anglicano
La confesión del pastor anglicano
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