«Abrí como quien no quiere la cosa el
maletín, dejé que sus ojos se empaparan de la visión del dinero que contenía y
lo volví a cerrar. Cuando me miró a la cara no sólo había mudado de expresión,
sino que le había aumentado visiblemente el perímetro torácico.
-Tengan la bondad de seguirme –balbuceó.
Aproveché, como tenía por costumbre hacer
en los últimos tiempos, el trayecto del ascensor, para rumiar cuán poderosa
palanca es el dinero y cuántas puertas no puede abrir, cuántas cadenas romper,
cuántas percepciones nublar y cuánta malquerencia trocar en carantoñas. La
verdad es que nunca, en todos los años que llevo zascandileando por este árido
valle, me he visto en posesión del vil metal, como los que no lo quieren bien
lo llaman, y no estoy, por lo tanto, autorizado para pontificar sobre los
efectos deletéreos que quienes lo conocen lo atribuyen. De la ambición y la
avaricia puedo hablar, porque las he visto de cerca. Del dinero, no.
Precisamente, como sé por experiencia, sirve para evitar a los que lo tienen el
pringoso contacto con quienes no lo tenemos. Y con toda honradez confieso que
no me parece mal: los pobres, salvo que las estadísticas me fallen, somos feos,
malhablados, torpes de trato, desaliñados en el vestir y, cuando el calor aprieta,
asaz pestilentes. También tenemos, dicen, una excusa que, a mi modo de ver, en
nada altera la realidad. No es por ello menos cierto que somos, a falta de otra
credencial, más dados a trabajar con ahínco y a ser dicharacheros,
desprendidos, modestos, corteses y afectuosos y no desabridos, egoístas,
petulantes, groseros y zafios, como sin duda seríamos si para sobrevivir no
dependiéramos tanto de caer en gracia. Pienso, para concluir, que si todos
fuéramos pudientes y no tuviésemos que currelar para ganarnos los garbanzos, no
habría futbolistas ni toreros ni cupletistas ni putas ni chorizos y la vida
sería muy gris y este planeta muy triste plaza.»
Eduardo Mendoza
El laberinto de las aceitunas
El laberinto de las aceitunas
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