«El cielo estaba espléndido,
cuajado de estrellas; la Vía Láctea cruzaba la cóncava inmensidad azul. La
figura geométrica de la Osa Mayor brillaba muy alta. Arturus y Wega
resplandecían dulcemente en aquel océano de astros.
A lo lejos, el campo oscuro, surcado
por líneas de luces, parecía el mar en un puerto, y las filas de luces
semejaban las de los malecones de un muelle.
El aire húmedo y caliente venía
impregnado de olores de plantas silvestres, agostadas por el calor.
—¡Cuánta estrella! —dijo Manuel—.
¿Qué serán?
—Son mundos, y mundos sin fin.
—No sé por qué hoy me consuela
ver ese cielo tan hermoso. Oye, Jesús, ¿tú crees que habrá hombres en esos
mundos? —preguntó Manuel.
—Quizá, ¿por qué no?
—¿Y habrá también cárceles,
jueces, casas de juego, polizontes?... ¿Eh? ¿Crees tú?
Jesús no contestó a la pregunta.
Luego habló con una voz serena de un sueño de humanidad idílica, un sueño dulce
y piadoso, noble y pueril…
En su sueño, el hombre, conducido
por una idea nueva, llegaba a un estado superior.
No más odios, no más rencores. Ni
jueces, ni polizontes, ni soldados, ni autoridad, ni patria. En las grandes
praderas de la tierra, los hombres libres trabajan al sol. La ley del amor ha
sustituido a la ley del deber, y el horizonte de la humanidad se ensancha cada
vez más extenso, cada vez más azul…
Y Jesús continuó hablando de un
ideal vago de amor y de justicia, de energía y de piedad; y aquellas palabras
suyas, caóticas, incoherentes, caían como bálsamo consolador sobre el corazón
ulcerado de Manuel… Luego, los dos callaron, entregados a sus pensamientos,
contemplando la noche.
Una beatitud augusta resplandecía
en el cielo, y la vaga sensación de la inmensidad del espacio, lo infinito de
los mundos imponderables, llevaba a sus corazones una deliciosa calma…»
Pío Baroja
Mala hierba (La lucha por la vida)
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