«Barry
Sindler estaba harto. La mujer que tenía enfrente no paraba de refunfuñar. Era
la típica ricachona del Este que llevaba
bien puestos los pantalones. Se comportaba a lo Katharine Hepburn: segura de sí
misma, con voz nasal y acento de Newport. Sin embargo, a pesar de su aire
aristocrático, lo único que sabía hacer era tirarse al profesor de tenis, como
todas las cabezas de chorlito con tetas de silicona de Los Ángeles.
No obstante, iba bien acompañada
por el imbécil de su abogado, vestido con su traje de raya diplomática, camisa
de cuello abotonado, corbata de moaré y ridículos zapatitos de cordones de
puntera picada, un memo salido de Ivy League que se llamaba Bob Wilson. No hacía
falta pensar mucho para adivinar por qué todo el mundo lo llamaba Wilson el
Blanco. Nunca se cansaba de recordarles a los demás que había estudiado en
Harvard, como si les importara un carajo. A Barry Sindler no, desde luego.
Sabía que Wilson era un caballero, lo cual equivalía a ser un gallina. No se le
tiraría al cuello.
Sindler, en cambio, siempre se
tiraba al cuello de sus víctimas.
La mujer, Karen Diehl, seguía
hablando. Santo Dios, cuánto hablaban las putas ricachonas. Sindler no la
interrumpía porque no quería que el Blanco anotara en el informe que Sindler la
estaba acosando. Wilson se lo había advertido ya cuatro veces. Pues muy bien,
que la bruja hablara cuanto quisiera. Que contara con todo lujo de detalles la
agotadora y pasmosamente aburrida historia de por qué su marido era un padre
pésimo y un jodido sinvergüenza. A fin de cuentas, era ella quien le había
puestos los cuernos.
No es que eso fuera a salir a
relucir ante el tribunal. En California no hacía falta inculpar a ninguno de los
esposos para conseguir el divorcio, no tenía por qué ocurrir nada en
particular, bastaba con que existieran “diferencias irreconciliables”. Sin
embargo, la infidelidad de la mujer siempre animaba el proceso. En manos de un
experto, como por ejemplo Barry, este hecho podía tergiversarse con facilidad
para insinuar que aquella mujer tenía prioridades que le importaban más que sus
queridos hijos. Desatendía sus necesidades, no era una tutora de fiar, era una
egoísta que solo se preocupaba de su propio bienestar mientras los niños
quedaban al cuidado de la asistenta hispana.»
Michael Crichton
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