«Deseaba ardientemente no saber ya nada
más sobre sí mismo, quedarse en paz, estar muerto. ¡Cómo le fulminaba un rayo o
lo devoraba algún tigre! ¡Si al menos hubiera un vino, algún veneno que lo
aletargara, sumiéndolo en el olvido y en un sueño sin despertar! Pues ¿existía
acaso una inmundicia con la que no se hubiera mancillado, algún pecado o locura
que no hubiera cometido, algún vacío espiritual que no hubiera cargado a
cuestas? ¿Era posible continuar viviendo? ¿Era posible seguir aspirando y
espirando aire en forma ininterrumpida, volver a sentir hambre, comer y dormir
nuevamente, acostarse con mujeres? Aquel ciclo vital ¿no se había cerrado para
él definitivamente?
Llegó Siddhartha al gran río del bosque,
al mismo río que un barquero le hiciera cruzar años atrás, cuando él, joven aún,
vino de la ciudad de Gotama. A orillas de ese río se detuvo, vacilante. La
fatiga y el hambre lo habían debilitado. ¿Para qué seguir andando? ¿Adónde, en
pos de qué meta? No, ya no había otras metas; ya sólo le quedaba el deseo
profundo y doloroso de sacudirse aquel árido sueño de encima, de escupir ese
insípido vino y poner fin a aquellas vida ignominiosa y miserable.
Un árbol se inclina sobre la orilla del
río, un cocotero. En su tronco apoyó Siddhartha el hombro, y rodeándolo con uno
de sus brazos, se puso a contemplar el agua verde que fluía sin cesar a sus
pies. Y al mirarla pasar ahí abajo se sintió totalmente invadido por el deseo
de dejarse caer y sumergirse en la corriente. La superficie del agua reflejaba
un horrible vacío, que correspondía al vacío aterrador de su alma. Sí, era un
hombre acabado. No le quedaba otra solución que apagarse, que hacer trizas la
maltrecha imagen de su vida y arrojarla a los pies de alguna divinidad
sarcástica. Aquélla era la gran liberación que anhelaba: la muerte, el
aniquilamiento de una forma para él aborrecible. ¡Que los peces lo devoraran,
que destruyeran a ese perro de Siddhartha, a ese loco, aquel cuerpo deteriorado
y putrefacto, esa alma aletargada y pervertida! ¡Que los peces y los cocodrilos
lo devoraran; y que los demonios lo despedazaran!
Mientras miraba fijamente el agua, vio el
reflejo de su rostro demudado, y le escupió. Preso de un cansancio enorme,
separó el brazo del tronco y se volvió un poco para dejarse caer verticalmente,
para sumergirse de una vez por todas. Y, con los ojos cerrados, se fue
hundiendo, hundiendo cada vez más en dirección a la muerte.
De las regiones más recónditas de su
alma, desde lejanos parajes de su fatigada vida le llegó de pronto un sonido.
Era una palabra, una sílaba que él mismo, sin pensarlo, había pronunciado con
voz balbuceante: la antigua palabra con la que comienzan y terminan todas las
plegarias brahmánicas, el sagrado Om, que
significa “lo Perfecto” o “la Realización”. Y en el preciso instante en que la
sílaba Om rozó el oído de Siddhartha,
su espíritu adormecido despertó y reconoció la locura que estaba a punto de
cometer.
Un miedo profundo apoderóse de
Siddhartha. ¡Tal era su grado de extravío, se hallaba tan perdido y desprovisto
de toda sabiduría que llegó incluso a buscar la muerte, que el deseo infantil
de hallar la paz en la aniquilación del propio cuerpo pudo echar raíces y
medrar en su alma!
Lo que todas las torturas, desengaños y
desesperaciones de esos últimos tiempos no habían logrado provocar cristalizó
en el momento mismo en que el Om
penetró en su conciencia: se reconoció a sí mismo en medio de su error y su
miseria.»
Hermann Hesse
Siddhartha
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