«Estudiaba francés, alemán y
cultura general. No estudiaba en absoluto. De la literatura francesa sólo
recuerdo a Baudelaire. Cada mañana me levantaba a las cinco para ir a pasear,
subía muy alto y, al otro lado, veía un espejo de agua abajo en el fondo. Era
el lago Constanza. Miraba el horizonte y el lago; aún no sabía que también en
ese lago habría un colegio para mí. Comía una manzana y caminaba. Buscaba la
soledad y tal vez el absoluto. Pero envidiaba al mundo.
Sucedió un día durante la comida.
Estábamos todas sentadas. Llegó una muchacha, una nueva. Tenía quince años, los
cabellos rígidos como cuchillas, brillantes, los ojos graves y fijos,
sombreados. La nariz aguileña, los dientes, cuando reía, y reía poco, eran
puntiagudos. Una hermosa frente alta donde podían tocarse los pensamientos,
donde generaciones pasadas le habían transmitido talento, inteligencia,
fascinación. No hablaba con nadie. La apariencia era la de un ídolo,
despreciativa. Tal vez por eso deseé conquistarla. No tenía humildad. También
parecía disgustada. Lo primero que pensé: Ha llegado más lejos que yo.»
Fleur Jaeggy
Los hermosos años del castigo
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