15 de mayo de 2025

Trieste

«Hace sesenta y dos años que espera.
 
Sentada junto al amplio ventanal de una habitación del tercer piso de un edificio austrohúngaro en la parte antigua de Gorizia la Vieja, una mujer se balancea. La mecedora es vieja y mientras ella se balancea, la silla gime.
 
—¿Es la silla que gime o soy yo quien se lamenta?, pregunta la mujer al abismo de un vacío que extiende una capa transparente de putrefacción a su alrededor con intención de tragársela, de tragarse a la mujer que se balancea, de engullirla, de taparla, de envolverla, de empaquetarla para el vertedero donde el vacío, ese vacío suyo, amontona los cadáveres de un pasado ahora ya apaciguado. Ella está sentada junto al ventanal, tamizado por una cortina anticuada, respira suavemente, a intervalos (como si sollozara, pero sin voz) y lo primero que intenta hacer es olvidar el olor de una habitación mal ventilada. Agita las manos como si quisiera ahuyentar las moscas. Luego toca sus mejillas como si quisiera lavarse la cara o como si se quitara los restos de una telaraña atrapada en sus pestañas. Ese olor de putrefacción (¿De quién es? ¿De quién?) llena la habitación, el aire parece el curso de un río de aguas bravas, incontenible. Sabe que ahora debe empezar a amontonar guijarros para su tumba, ha llegado el momento. Hay que hacerlo por si acaso, por si acaso él no llega, por si él no llega a tiempo después de haberlo esperado sesenta y dos años.
—Llegará.
—Llegaré.
 
La mujer oye voces aunque las voces no existan. Las voces que le pertenecen han muerto. No importa. Ella habla con las voces de sus muertos, discute con ellos. De vez en cuando los sienta en su regazo, sobre sus muslos que han perdido la agilidad y deja que le susurren al oído, llevándolos de la mano por paisajes olvidados. En su cabeza los hechos se confunden con frecuencia. Sus pensamientos entonces se alinean como si pasaran por una avenida de estatuas, las figuras esculpidas en granito, en mármol, en piedra, tiemblan delante de ella y apenas mueven los labios. Hay que aguantar. Porque sin las voces, ella estaría sola, sola y encerrada dentro de su propio cráneo, que se está ablandando. Su cráneo es cada vez más frágil, se empieza a parecer al cráneo de un recién nacido. Y allí dentro, su cerebro, suspendido en el líquido cefalorraquídeo y momificado hasta cierto punto, late cansado. Su mente se mueve lenta, igual que su corazón. Toda ella se está haciendo más y más pequeña, también sus ojos, y hasta las lágrimas. La mujer evoca las voces inexistentes, unas voces que la habían abandonado, las evoca para que maticen su abandono.»
 
Daša Drndić
Trieste

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