«Hace sesenta y dos
años que espera.
Sentada junto al
amplio ventanal de una habitación del tercer piso de un edificio austrohúngaro
en la parte antigua de Gorizia la Vieja, una mujer se balancea. La mecedora es
vieja y mientras ella se balancea, la silla gime.
—¿Es la silla que gime
o soy yo quien se lamenta?, pregunta la mujer al abismo de un vacío que
extiende una capa transparente de putrefacción a su alrededor con intención de
tragársela, de tragarse a la mujer que se balancea, de engullirla, de taparla,
de envolverla, de empaquetarla para el vertedero donde el vacío, ese vacío
suyo, amontona los cadáveres de un pasado ahora ya apaciguado. Ella está
sentada junto al ventanal, tamizado por una cortina anticuada, respira
suavemente, a intervalos (como si sollozara, pero sin voz) y lo primero que
intenta hacer es olvidar el olor de una habitación mal ventilada. Agita las
manos como si quisiera ahuyentar las moscas. Luego toca sus mejillas como si
quisiera lavarse la cara o como si se quitara los restos de una telaraña
atrapada en sus pestañas. Ese olor de putrefacción (¿De quién es? ¿De quién?)
llena la habitación, el aire parece el curso de un río de aguas bravas,
incontenible. Sabe que ahora debe empezar a amontonar guijarros para su tumba, ha
llegado el momento. Hay que hacerlo por si acaso, por si acaso él no llega, por
si él no llega a tiempo después de haberlo esperado sesenta y dos años.
—Llegará.
—Llegaré.
La mujer oye voces
aunque las voces no existan. Las voces que le pertenecen han muerto. No
importa. Ella habla con las voces de sus muertos, discute con ellos. De vez en
cuando los sienta en su regazo, sobre sus muslos que han perdido la agilidad y
deja que le susurren al oído, llevándolos de la mano por paisajes olvidados. En
su cabeza los hechos se confunden con frecuencia. Sus pensamientos entonces se
alinean como si pasaran por una avenida de estatuas, las figuras esculpidas en
granito, en mármol, en piedra, tiemblan delante de ella y apenas mueven los
labios. Hay que aguantar. Porque sin las voces, ella estaría sola, sola y
encerrada dentro de su propio cráneo, que se está ablandando. Su cráneo es cada
vez más frágil, se empieza a parecer al cráneo de un recién nacido. Y allí
dentro, su cerebro, suspendido en el líquido cefalorraquídeo y momificado hasta
cierto punto, late cansado. Su mente se mueve lenta, igual que su corazón. Toda
ella se está haciendo más y más pequeña, también sus ojos, y hasta las lágrimas.
La mujer evoca las voces inexistentes, unas voces que la habían abandonado, las
evoca para que maticen su abandono.»
Daša Drndić
Trieste
—Llegará.
—Llegaré.
Trieste
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