«La ventana estaba
abierta. Sobre el fondo azul del cielo, el ramo de tulipanes bajo la luz
estival hizo que pensara en Matisse, que acababa de sufrir una muerte prematura
a los ochenta años de edad, e incluso los pétalos amarillos caídos en torno al
jarrón parecían obedecer al pincel del maestro. Lady L. tenía la sensación de
que la naturaleza empezaba a ahogarse. Los grandes pintores se lo habían
quitado todo; Turner le había robado la luz, Boudin el aire y el cielo, Monet
la tierra y el agua; Italia, París, Grecia, a fuerza de andar rodando por todas
las paredes, no eran más que tópicos, lo que no se ha pintado se ha
fotografiado y la tierra entera tenía cada vez más ese aire usado de las
jóvenes a las que han desvestido demasiadas manos. O quizá era ella la que
había vivido demasiado tiempo. Inglaterra celebraba aquel día su octogésimo
cumpleaños y el velador estaba lleno de telegramas y de mensajes, muchos de los
cuales procedían del palacio de Buckingham: cada año ocurría lo mismo, todo el
mundo venía torpemente a ponerle los puntos sobre las íes. Miró con reprobación
los tulipanes amarillos, preguntándose cómo habían podido llegar aquellas
flores a su jarrón favorito. A lady L. le horrorizaba el amarillo. Era el color
de la traición, de la sospecha, el color de las avispas, de las epidemias, del
envejecimiento. Clavó una mirada severa en los tulipanes y rápidamente afloró
una duda… Pero no, era imposible. Nadie lo sabía. Una negligencia del
jardinero.»
Romain Gary
Lady L.
Lady L.
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