«Se oyó una voz proveniente del
bosque, lejos, detrás. ¿La voz del señor Eager? Él hizo un movimiento de no
saber nada con los hombros. La ignorancia de un italiano es, a veces, más
señalada que su conocimiento. Lucy no lograba hacerle comprender que tal vez
habían perdido a los clérigos. Al fin aparecía la panorámica, podía distinguir
el río, la dorada llanura, las otras colinas.
―Eccolo! ―exclamó él.
En ese preciso momento el
camino se abría y con una exclamación Lucy se encontró fuera del bosque. Luz y
belleza la envolvía. Había ido a dar a una pequeña terraza que estaba cubierta
de violetas de un extremo a otro.
―¡Valor! ―exclamó su compañero,
erguido a unos seis pies de altura respecto a ella―. Valor y amor.
Ella no respondió. A sus pies
el suelo se cortaba bruscamente dando paso a la panorámica. Violetas que se
agrupaban alrededor de arroyos y corrientes y cascadas, regando la vertiente de
la colina de azul, arremolinándose alrededor de los troncos de los árboles,
formando lagunas en los agujeros, cubriendo la hierba con manchas de espuma
azulada. Jamás volvería a haberlas en tal profusión. La terraza era el
principio de lo bello, la fuente original donde la belleza hacía brotar agua
que iba a la tierra.
De pie en el margen, como un
nadador que se prepara, estaba el buen hombre. Pero no era el buen hombre que
ella había pensado, y estaba solo.
George se había vuelto al oír
su llegada. Por un momento la contempló, como si fuera alguien que bajaba de
los cielos. Vio la radiante alegría en su cara, las flores que batían su
vestido en olas azuladas. Los arbustos que la encerraban por encima. Subió
rápidamente hasta donde estaba ella y la besó.
Antes de que ella pudiera decir
algo, casi antes de que pudiera sentir nada, una voz llamó: “¡Lucy!, ¡Lucy”,
¡Lucy!”. La señorita Bartlett, que era una mancha oscura en la panorámica,
había roto el silencio de la vida.»
E. M. Forster
Una
habitación con vistas
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