«Sin saber lo que hacía, Ana
salió de sus habitaciones, atravesó el estrado, a oscuras, como solía, dejó
atrás un pasillo, el comedor, la galería… y sin ruido, llegó a la puerta de la
alcoba de Quintanar. No estaba bien cerrada aquella puerta y por un intersticio
vio Ana claridad. No dormía su marido. Se oía un rum rum de palabras.
¿Con quién habla ese hombre?
Acercó la Regenta el rostro a la raya de luz y vio a don Víctor sentado en su
lecho; de medio cuerpo abajo le cubría la ropa de la cama, y la parte del torso
que quedaba fuera abrigábala una chaqueta de franela roja; no usaba gorro de
dormir don Víctor por una superstición respetable; él, incapaz de sospechar de
su Ana la falta más leve, huía de los gorros de noche por una preocupación
literaria. Decía que el gorro de dormir era una punta que atraía los atributos
de la infidelidad conyugal. Pero aquella noche había tenido frío, y a falta de
gorro de algodón o de hilo, se había cubierto con el que usaba de día, aquel
gorro verde con larga borla de oro. Ana vio y oyó que en aquel traje grotesco
Quintanar leía en voz alta, a la luz de un candelabro elástico clavado en la
pared.
Pero hacía más que leer,
declamaba; y, con cierto miedo de que su marido se hubiera vuelto loco, pudo
ver la Regenta que don Víctor, entusiasmado, levantaba un brazo cuya mano
oprimía temblorosa el puño de una espada muy larga, de soberbios gavilanes
retorcidos. Y don Víctor leía con énfasis y esgrimía el acero brillante, como
si estuviera armando caballero al espíritu familiar de las comedias de capa y
espada.
Admitida la situación en que se
creía Quintanar, era muy noble y verosímil acción la de azotar el aire con el
limpio acero. Se trataba de defender en hermosos versos del siglo diecisiete a
una señora que un su hermano quería descubrir y matar, y don Víctor juraba en
quintillas que antes le harían a él tajadas que consentir, siendo como era
caballero, atrocidad semejante.
Pero como la Regenta no estaba en
antecedentes sintió el alma en los pies al considerar que aquel hombre con
gorro y chaqueta de franela que repartía mandobles desde la cama a la una de la
noche, era su marido, la única persona de este mundo que tenía derecho a las
caricias de ellas, a su amor, a procurarla aquellas delicias que ella suponía
en la maternidad, que tanto echaba de menos ahora, con motivo del portal de
Belén y otros recuerdos análogos.
Iba la Regenta al cuarto de su
marido con ánimo de conversar, si estaba despierto, de hablarle de la misa del
gallo, sentada a su lado, sobre el lecho. Quería la infeliz desechar las ideas
que la volvían loca, aquellas emociones contradictorias de la piedad exaltada,
y de la carne rebelde y desabrida; quería palabras dulces, intimidad cordial,
el calor de la familia… algo más, aunque la avergonzaba vagamente el quererlo,
quería… no sabía qué… a que tenía derecho… y encontraba a su marido declamando
de medio cuerpo arriba, como muñeco de resortes que salta en una caja de
sorpresa… La ola de la indignación subió al rostro de la Regenta y lo cubrió de
llamas rojas. Dio un paso atrás Anita, decidiendo no entrar en el teatro de su
marido… pero su falda meneó algo en el suelo, porque don Víctor gritó asustado:
—¡Quién anda ahí!
No respondió Ana.
—¿Quién anda ahí? —repitió
exaltado don Víctor, que se había asustado un poco a sí mismo con aquellos
versos fanfarrones.
Y algo más tranquilo, dijo a
poco:
—¡Petra! ¡Petra! ¿Eres tú, Petra?
Una sospecha cruzó la imaginación
de Ana; unos celos grotescos, tal los reputó, se le aparecieron casi como una
forma de la tentación que la perseguía.
¿Si aquel hombre sería amante de
la criada?
—¡Anselmo! ¡Anselmo! —añadió don Víctor
en el mismo tono suave y familiar.
Y Ana se retiró de puntillas,
avergonzada de muchas cosas, de sus sospechas, de su vago deseo que ya se le
antojaba ridículo, de su marido, de sí misma…»
Leopoldo Alas, “Clarín”
La Regenta
No hay comentarios:
Publicar un comentario