«Yo entré
a por mi vaso de agua. Cogí el vaso y entonces, antes de que llegara a caer el
agua dentro, lo arrojé contra el estante de vasos que había a la izquierda del
fregadero. El cristal voló por todas partes. Joyce apenas tuvo tiempo de
cubrirse la cara. No me importó. Cogí el perro y salí de allí. Me senté en el
sillón con él y lo acaricié. Él me miró y me lamió la muñeca. Su rabo se
agitaba como un pez recién pescado.
Vi a
Joyce de rodillas con una bolsa de papel, recogiendo cristales. Entonces empezó
a sollozar. Trataba de contenerse. Estaba de espaldas a mí, pero pude darme
cuenta de los síntomas que la hacían temblar y saltar las lágrimas.
Dejé a
Picasso y entré en la cocina.
—¡Nena,
no, nena, por favor!
La
levanté cogiéndola desde atrás. Se caía sin fuerzas.
—Nena,
lo siento… lo siento.
La
sostuve contra mí, con mi mano sobre su vientre. La acaricié tiernamente,
tratando de parar las convulsiones.
—Tranquila,
nena, tranquila…
Se
serenó un poco. Le aparté el pelo hacia atrás y la besé detrás de la oreja. Se
notaba cálida. Ella apartó la cabeza. La besé de nuevo y ya no apartó la
cabeza. La sentí respirar, luego dejó escapar un pequeño gemido. La levanté en
brazos y la llevé a la otra habitación, me senté en un sillón con ella en mi
regazo. No me miraba. Yo la besaba en el cuello y las orejas. Con un brazo
alrededor de sus hombros y el otro en su cabeza. Moví la mano arriba y abajo
por su cadera al ritmo de su respiración, tratando de expulsar fuera la mala
electricidad.
Finalmente,
con la más débil de las sonrisas, me miró. Yo le di un golpecito en la
barbilla.
—¡Perra
chiflada! —dije.
Se rió y
entonces nos besamos, con nuestras cabezas moviéndose hacia atrás y hacia
delante. Empezó otra vez a sollozar.
Me
aparté y dije:
—¡NO
EMPIECES!
Nos
besamos de nuevo. Entonces la levanté y la llevé al dormitorio, la dejé sobre
la cama, me quité pantalones, calzoncillos y calcetines a toda prisa, le bajé las bragas hasta los pies, le quité un zapato y
entonces, con un zapato quitado y otro no, la eché el mejor polvo que habíamos
tenido en muchos meses. Hasta la última planta de geranios se cayó de los
estantes. Cuando acabé, acaricié con suavidad su espalda, jugando con su larga
cabellera, diciéndole cosas. Ella ronroneaba. Finalmente, se levantó y se fue
al baño.
No
volvió. Fue a la cocina y empezó a lavar platos y a cantar.
Por los
cojones de Cristo, Steve McQueen no podría haberlo hecho mejor.
Tenía
dos Picassos en mis manos.»
Charles
Bukowski
Cartero
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