«No
encontrarán a Heather Bell. Ni su cuerpo, ni ningún rastro. Se ha esfumado,
como las cenizas. Su fotografía, colgada en todos los lugares públicos, irá
decolorándose. Su sonrisa forzada, un poco torcida como intenta reprimir una
risa irrespetuosa, parece indicar algo sobre su desaparición, no una actitud
burlona ante el fotógrafo del colegio. Siempre quedará un leve indicio de su
libre decisión en aquel detalle.
El señor
Siddicup no sirve de ayuda. Siempre está a medio camino entre la rabieta y la
confusión mental. No descubrirán nada cuando registre su casa, a menos que se
cuente la vieja ropa interior de su mujer, y cuando caven en su jardín, los
únicos huesos que encontrarán son los que han enterrado los perros. Mucha gente
seguirá pensando que ha hecho o que ha presenciado algo. “Algo tuvo que ver con
el asunto”. Cuando lo envían al Manicomio Provincial, rebautizado como Centro
de Salud Mental, empiezan a aparecer cartas en el periódico del pueblo que
hablan de la custodia preventiva y de no dejar que ocurran ciertas cosas para
luego tener que lamentarse.
También
publican cartas de Mary Johnstone, en las que explica su conducta, por qué
actuó así, con toda su buena fe, aquel domingo. El director del periódico acabará
por comunicarle que Heather Bell ya no es noticia, ni lo único por lo que debe
distinguirse el pueblo, y que si sus excursiones terminan no se hundirá el
mundo: no pueden continuar con aquella historia eternamente.
Maureen
es todavía joven, aunque ella no lo cree, y tiene mucha vida por delante.
Primero una muerte —eso ocurrirá pronto—; después otra boda, nuevas ciudades y
nuevas casas. En cocinas a cientos y miles de kilómetros de distancia,
observará cómo se forma una delicada piel sobre una cuchara de madera y su
memoria se agitará, pero no acabará de desvelarse ese momento en el que parece
estar contemplando un secreto a voces, algo que no te sobrecoge hasta que
intentas contarlo.»
Alice
Munro
Secretos
a voces
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