«Al colgar el teléfono me sentía
contento, casi eufórico, una sensación que me invade a menudo cuando he
superado alguna dificultad, y me di un homenaje sirviéndome un cuarto de vaso
de whisky, algo que no suelo hacer a esa hora del día. Mi euforia duraba, tal
vez gracias al whisky, y me permití otro cuarto de vaso. Cerca de las siete y
media salí de mi casa y me dirigí al Koryfee, un café que no hace honor a su
nombre pero donde a veces me tomo una o dos cervezas.
Allí me encontré con Karl Homann,
un hombre de mi edad que vive en el barrio y con quien tengo una relación algo
forzada porque en una ocasión me salvó la vida. Por suerte no estaba solo, así
que cuando me invitó a sentarme con él, me pareció que podría permitirme buscar
una mesa para mí solo. Fui hacia el fondo del local. El hecho de haber tenido
el coraje de rechazar su invitación me había alterado de tal manera que no
descubrí a Marion, una mujer con quien había tenido una relación no del todo
carente de dolor, hasta después de haberme sentado. Estaba sentada tres mesas
más allá. Hojeaba un periódico y posiblemente aún no me había visto. Tampoco yo
habría tenido necesariamente que verla a ella, y pedí una cerveza mientras
esperaba la evolución de los hechos. No obstante, había algo insoportable en
esa situación y forcé que nuestras miradas se cruzaran. Y cuando al rato ella
levantó la vista del periódico y me miró, comprendí que me había descubierto
hacía tiempo. Le sonreí y levanté mi vaso. Ella levantó el suyo, dobló el
periódico y se acercó a mi mesa. Me levanté. Otto, dijo, y me dio un abrazo.
Luego añadió: ¿Puedo sentarme? Claro, contesté, pero me iré pronto, voy a casa
de mi hermana. Cogió su vaso. Parecía algo alterada. Dijo que estaba encantada
de verme, y yo dije que estaba encantado de verla a ella. Dijo que pensaba a
menudo en mí. No contesté, aunque yo también pensaba en ella, pero, eso sí, con
sentimientos algo contradictorios, en parte debido a su vehemencia sexual, a la
que yo no había logrado corresponder, lo que en una ocasión, la última, le
había hecho exclamar que un coito no es una misa. Le pregunté, para desviar la
conversación, cómo se encontraba, y charlamos tranquilamente hasta que apuré mi
vaso y dije que tenía que marcharme. Entonces ella también se iría, dijo.
Después, al levantarnos, añadió: Si no hubieras tenido que ir a ver a tu
hermana, ¿habrías querido venir a mi casa? Me habría sentido tentando, le
contesté. Llámame alguna vez, dijo. Sí, conteste.»
Kjell Askildsen
El rostro de mi hermana
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