“—Creo que es así —asintió Anselmo—. Lo ha dicho usted de una forma tan clara, que creo que tiene que ser así. Pero, con Dios o sin Dios, creo que matar es un pecado. Quitar la vida a alguien es un pecado muy grave, a mi parecer. Lo haré, si es necesario, pero no soy de la clase de Pablo.
—Para ganar la guerra tenemos que matar a nuestros enemigos. Ha sido siempre así.
—Ya. En la guerra tenemos que matar. Pero yo tengo ideas muy raras —dijo Anselmo.
Iban ahora el uno junto al otro, entre las sombras, y el viejo hablaba en voz baja, volviendo algunas veces la cabeza hacia Jordan, según trepaba.
—No quisiera matar ni a un obispo. No quisiera matar a un propietario, por grande que fuese. Me gustaría ponerlos a trabajar, día tras día, como hemos trabajado nosotros en el campo, como hemos trabajado nosotros en las montañas, haciendo leña, todo el resto de la vida. Así sabrían lo que es bueno. Les haría que durmieran donde hemos dormido nosotros, que comieran lo que hemos comido nosotros. Pero, sobre todo, haría que trabajasen. Así aprenderían.
—Y vivirían para volver a esclavizarte.
—Matar no sirve para nada —insistió Anselmo—. No puedes acabar con ellos, porque su simiente vuelve a crecer con más vigor. Tampoco sirve para nada meterlos en la cárcel. Sólo sirve para crear más odios. Es mejor enseñarlos.
—Pero tú has matado.
—Sí —dijo Anselmo—: he matado varias veces y volveré a hacerlo. Pero no por gusto, y siempre me parecerá un pecado.”
Ernest Hemingway
Por quién doblan las campanas
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