23 de diciembre de 2018

Hotel Savoy


«Busco los motivos de que me encuentre tan lejos de ella, y no los descubro. Busco reproches, ¿qué podría reprocharle? Aceptó las flores de Alexander y no las devolvió. Es estúpido devolver flores. Puede que esté celoso. Si me comparo con Alexander Böhlaug, veo que todo lo tengo a mi favor.

Y sin embargo estoy celoso.

No soy un conquistador ni un pretendiente. Si algo se me ofrece, lo tomo y luego lo agradezco. Pero Stasia no se me ofrecía. Quería ser asediada.

Entonces no comprendía —llevaba muchos años solo y sin mujeres— por qué las muchachas actúan de un modo tan solapado y tienen tanta paciencia y tanto orgullo. Stasia no sabía que yo no la hubiera tomado como un triunfador, sino con humildad y agradecimiento. Hoy comprendo que la vacilación es propia de la naturaleza de las mujeres, y que sus mentiras son olvidadas incluso antes de que se produzcan.

A mí me preocupaba demasiado el Hotel Savoy y las personas, me preocupaba demasiado la suerte de los demás y demasiado poco la mía propia. Ante mí tenía a una hermosa mujer que esperaba una palabra mía, y yo no la pronuncié, como un escolar azorado.

Yo estaba insensibilizado. Era como si Stasia tuviera la culpa de mi larga soledad, y ella no podía saberlo. Le reprochaba que no fuese una adivina.

Ahora sé que las mujeres adivinan todo lo que pasa en nosotros, pero que esperan palabras.

Dios puso la vacilación en el alma de la mujer.

Su presencia me excitaba. ¿Por qué no venía a mí? ¿Por qué permitía que la acompañara el oficial de policía? ¿Por qué me pregunta si todavía estoy aquí? ¿Por qué no dice: ¡gracias a Dios que estás aquí!?

Pero es muy posible que, cuando se es una pobre muchacha, no se diga a un pobre hombre: ¡gracias a Dios que estás aquí! Puede que se haya pasado ya el tiempo de amar a un pobre Gabriel Dan, que no tiene ni siquiera una maleta y mucho menos un hogar. Quizá sea ésta la época en que las muchachas amen a Alexander Böhlaug.

Hoy sé que la compañía del oficial de policía fue una casualidad y que la pregunta de Stasia era una confesión. Pero entonces estaba solo y amargado y me comportaba como si yo fuera la muchacha y Stasia el hombre.

Ella se vuelve aún más orgullosa y fría, y yo siento que la distancia entre nosotros es cada vez mayor; me doy cuenta de que cada vez nos sentimos más extraños el uno al otro.

—Seguro que me voy dentro de diez días —digo.
—Si va usted a París, mándeme una postal.
—Con mucho gusto.

Stasia hubiera podido decir: ¡quiero ir contigo a París!

En lugar de ello me pide una postal.

—Le enviaré la Torre Eiffel.
—Haga lo que quiera —dice Stasia.

Y al decir esto no se refiere a la postal, sino a nosotros dos.

Es nuestra última conversación. Sé que es nuestra última conversación. Gabriel Dan, no puedes esperar nada de las muchachas. ¡Pobre Gabriel Dan!

A la mañana siguiente veo que Stasia baja de la escalera del brazo de Alexander. Ambos me sonríen…, yo estoy desayunando en la planta baja. Sé que Stasia acaba de cometer una enorme tontería.

La comprendo.

Las mujeres no comenten las tonterías como nosotros, por ligereza y por desidia, sino cuando son muy desgraciadas.»

Joseph Roth
Hotel Savoy

9 de diciembre de 2018

El hotel de los horrores


 «El día de la boda, Agnes Lockwood se sentó sola, en la salita de su casa de Londres, para quemar las cartas que Montbarry le escribió tiempo atrás.

En la descripción que la condesa había hecho de ella al doctor, ni siquiera había aludido al atractivo que más distinguía a Agnes: la inocente expresión de bondad y pureza que atraía desde luego a los que se acercaban a ella. De piel blanca y ademanes tímidos, parecía natural hablar de ella como de “una niña”, si bien ya se aproximaba a los treinta años de edad. Vivía sola, con una antigua niñera que la quería profundamente, de una modesta renta, suficiente para mantenerse las dos. En su cara no se notaba la menor señal de disgusto mientras rompía lentamente las cartas de su falso enamorado y tiraba los trozos al fuego que se había encendido para consumirlos. Por desgracia para ella, era una de esas mujeres que sienten demasiado profundamente para encontrar consuelo en las lágrimas.»

Wilkie Collins
El hotel de los horrores

4 de diciembre de 2018

Doña Perfecta


«Pepe Rey no gustaba de entablar vanas disputas, ni era pedante, ni alardeaba de erudito, mucho menos ante mujeres y en reuniones de confianza; pero la importuna verbosidad agresiva del Canónigo necesitaba, según él, un correctivo. Para dárselo le pareció mal sistema exponer ideas que, concordando con las del Canónigo, halagasen a éste, y decidió manifestar las opiniones que más contrariaran y más acerbamente mortificasen al mordaz penitenciario. “Quieres divertirte conmigo —dijo para sí—. Verás qué mal rato te voy a dar.

Y luego añadió en voz alta:

—Cierto es todo lo que el señor penitenciario ha dicho en tono de broma. Pero no es culpa nuestra que la Ciencia esté derribando a martillazos un día y otro, tanto ídolo vano, la superstición, el sofisma, las mil mentiras de lo pasado, bellas las unas, ridículas las otras pues de todo hay en la viña del Señor. El mundo de las ilusiones, que es, como si dijéramos, un segundo mundo, se viene abajo con estrépito. El misticismo en Religión, la rutina en la Ciencia, el amaneramiento en las artes, caen como cayeron los dioses paganos: entre burlas. Adiós sueños torpes; el género humano despierta, y sus ojos ven la claridad. El sentimentalismo vano, el misticismo, la fiebre, el delirio, desaparecen, y el que antes era enfermo hoy está sano, y se goza con placer indecible en la justa apreciación de las cosas. La fantasía, la terrible loca, que era el ama de la casa, pasa a ser criada… Dirija usted la vista a todos lados, señor penitenciario, y verá el admirable conjunto de realidad que ha sustituido a la fábula. El cielo no es una bóveda, las estrellas no son farolillos, la Luna no es una cazadora traviesa, sino un pedrusco opaco; el Sol no es un cochero emperejilado y vagabundo, sino un incendio fijo. Las sirtes no son ninfas, sino dos escollos; las sirenas son focas; y en el orden de las personas, Mercurio es Manzanedo; Marte es un viejo barbilampiño, el conde de Moltke; Néstor puede ser un señor de gabán que se llama monsieur Thiers; Orfeo es Verdi; Vulcano es Krupp; Apolo es cualquier poeta. ¿Quiere usted más? Pues Júpiter, un dios digno de ir a presidio si viviera aún, no descarga el rayo, sino que el rayo cae cuando a la electricidad le da la gana. No hay Parnaso, no hay Olimpo, no hay laguna Estigia, ni otros Campos Elíseos que los de París. No hay ya más bajada al Infierno que las de la Geología, y este viajero, siempre que vuelve, dice que no hay condenados en el centro de la Tierra. No hay más subidas al cielo que las de la Astronomía, y ésta, a su regreso, asegura no haber visto los seis o siete pisos de que hablan Dante y los místicos y soñadores de la Edad Media. No encuentra sino astros y distancias, líneas, enormidades de espacio, y nada más. Ya no hay falsos cómputos de la edad del mundo, porque la Paleontología y la Prehistoria han contado los dientes de esta calavera en que vivimos y averiguado su verdadera edad. La fábula, llámese paganismo o idealismo cristiano, ya no existe, y la imaginación está de cuerpo presente. Todos los milagros posibles se reducen a los que yo hago en mi gabinete, cuando se me antoja, con una pila de Bunsen, un hilo inductor y una aguja imantada. Ya no hay más multiplicaciones de panes y peces que las que hace la industria con sus moldes y máquinas, y las de la Imprenta, que imita a la Naturaleza sacando de un solo tipo millones de ejemplares. En suma, señor Canónigo del alma, se han corrido las órdenes para dejar cesantes a todos los absurdos, falsedades, ilusiones, ensueños, sensiblerías y preocupaciones que ofuscan el entendimiento del hombre. Celebremos el suceso.»

Benito Pérez Galdós
Doña Perfecta

19 de noviembre de 2018

Abril quebrado



«—¿Te fijaste en la palidez de ese montañés que ha matado hace pocos días? —dijo Besian mirando con fijeza, quién sabe por qué, el anillo en la mano de su mujer—. Ése que acabamos de ver.
—Es verdad, estaba terriblemente pálido —dijo Diana.
—Quién sabe las dudas y vacilaciones que ha experimentado antes de partir para cometer el homicidio. ¿Qué son las zozobras que describe Shakespeare frente al de este Hamlet de nuestras montañas?

Los ojos de ella lo contemplaron con agradecimiento.

—¿Te parece excesivo que cite al príncipe danés para referirme a un montañés del Rrafsh?
—En absoluto —dijo Diana—. Expresas las cosas con tanta precisión, y ya sabes cuánto aprecio en ti esa cualidad.

Por su cerebro pasó furtivamente la idea de que había sido precisamente ese don de la palabra lo que le había ayudado a conquistar a Diana.

—A Hamlet se le apareció el espectro de su padre para empujarlo a la venganza —prosiguió Besian excitado—, pero ¿te imaginas qué pavorosos espectros asaltan al montañés para inducirlo a la venganza de sangre?

Los ojos de Diana, abiertos de par en par, lo miraban de soslayo.

Él le habló de la camisa ensangrentada de la víctima, que no se retiraba de la habitación de los hombres hasta que no quedaba lavada con otra sangre.

—¿Imaginas el terrible tormento que eso supone? A Hamlet se le apareció dos o tres veces el espectro de su padre a medianoche, y sólo durante unos instantes, pero la camisa que reclama venganza permanece en nuestras kulla noche y día durante meses y estaciones enteras, y cuando la sangre cambia de color, las gentes dicen: ahí está, el muerto se está impacientando por no ser vengado.
—Quizá por eso estaba tan pálido.
—¿Quién?
—Aquél, el montañés.
—Ah, sí, desde luego.

Besian tuvo la fugaz impresión de que Diana pronunciaba la palabra “pálido” de un modo que parecía estar diciendo “hermoso”, pero desechó al instante la idea.

—¿Y qué es lo que hará ahora? —preguntó Diana.
—¿Quién?
—Ése…, el montañés.
—Ah, ¿qué es lo que va a hacer? —Besian se alzó de hombros—. Si, como dijo el posadero, hace cuatro o cinco días que ejecutó el homicidio y, suponiendo que se haya acogido a la besa grande, es decir, la besa de un mes, en ese caso le quedan veinticinco días de vida normal.

Sonrió con amargura, mas el rostro de ella no se alteró.

—Se trata de una especie de último permiso en este mundo —prosiguió él—. La famosa expresión de que los vivos no son sino muertos venido de vacaciones a esta vida adquiere en nuestras cumbres su sentido más exacto.

—Eso es lo que parecía, como si hubiera venido transitoriamente desde el más allá —intervino ella—. Y con esa señal procedente de allí en la manga —Diana suspiró—. Es como tú decías —continuó—, lo mismo que un Hamlet.

Besian miraba al exterior con la sonrisa congelada en la parte superior del rostro.

—Y piensa que Hamlet es empujado a cometer el homicidio por una causa tangible. Mientras que en el caso de éste —Besian señaló con la mano el camino, en dirección contraria a la que avanzaban—, el mecanismo que le ha puesto en movimiento es ajeno a su protagonista, en ocasiones se encuentra incluso lejos de su tiempo.

Diana escuchaba con atención, aunque algo se le escapaba del sentido de aquellas palabras.

—Se precisa de una voluntad de titán para partir hacia la muerte en cumplimiento de una orden recibida desde tan enorme distancia —prosiguió Besian—. Pues ese mandato procede de muy lejos, en ocasiones de generaciones humanas ya desaparecidas.

Diana volvió a lanzar un profundo suspiro.

—Gjorg —dijo en voz baja—. Así se llamaba, ¿no?
—¿Quién?
—Quién va a ser, el montañés…, el de la posada.
—Ah, sí, Gjorg. Justo así. Te ha impresionado, ¿eh?

Ella asintió con un movimiento de cabeza.»

Ismaíl Kadaré
Abril quebrado

5 de noviembre de 2018

Memorias de Adriano



«Apenas llegado a Sharax, el fatigado emperador había ido a sentarse a la orilla del mar, frente a las densas aguas del Golfo Pérsico. En aquel momento no dudaba todavía de la victoria, pero por primera vez lo abrumaba la inmensidad del mundo, la conciencia de su edad y de los límites que nos encierran. Gruesas lágrimas rodaron por las arrugadas mejillas del hombre a quien se creía incapaz de llorar. El jefe que había llevado las águilas romanas a riberas hasta entonces inexploradas, comprendió que no se embarcaría jamás en aquel mar tan soñado; la India, la Bacteriana, todo ese Oriente tenebroso del que se había embriagado a distancia, se reducirían para él a unos nombres y a unos ensueños. A la mañana siguiente, las malas noticias lo forzaron a retroceder. Cada vez que el destino me ha dicho no, he recordado aquellas lágrimas derramadas una noche en lejanas playas por un anciano que quizá miraba por primera vez su vida cara a cara.»

Marguerite Yourcenar
Memorias de Adriano

9 de octubre de 2018

El maestro y Margarita

«Terminó de escribirla en agosto, se la entregó a una mecanógrafa desconocida que le hizo cinco ejemplares. Llegó por fin la hora en que tuvieron que abandonar su refugio secreto y salir a la vida.

—Salí con la novela en las manos y mi vida se terminó —murmuró el maestro, bajando la cabeza. Y el gorrito triste y negro con su “M” amarilla oscilando mucho rato.

Continuó narrando, pero ahora de manera un tanto incoherente. Iván comprendió que al maestro le había ocurrido una catástrofe.

—Era la primera que me encontraba con el mundo de la literatura. Pero ahora, cuando mi vida está acabada y mi muerte es inminente, ¡lo recuerdo con horror! —dijo el maestro con solemnidad, y levantó la mano—. Sí, me impresionó muchísimo, ¡terriblemente!
—¿Quién? —apenas se oyó la pregunta de Iván, que temía interrumpir al emocionado narrador.
—¡El redactor jefe, digo el redactor jefe! Sí, la leyó. Me miraba como si yo tuviera un carrillo hinchado con un flemón, desviaba la mirada a un rincón y soltaba una risita avergonzada. Manoseaba y arrugaba el manuscrito sin necesidad, suspirando. Las preguntas que me hizo me parecieron demenciales. No decía nada de la novela misma y me preguntaba que quién era yo y de dónde había salido; si escribía hacía tiempo y por qué no se sabía nada de mí; por último me hizo una pregunta completamente idiota desde mi punto de vista: ¿quién me había aconsejado que escribiera una novela sobre un tema tan raro? Hasta que me harté y le pregunté directamente si pensaba publicar mi novela. Se azoró mucho, empezó a balbucir algo, sobre que la decisión no dependía de él, que tenían que conocer mi obra otros miembros de la redacción, precisamente los críticos Latunski y Arimán y también el literato Mstislav Lavróvich. Me dijo que volviera a las dos semanas. Volví y me recibió una muchacha bizca, de tanto mentir.
—Es Lapshénnikova, la secretaria de redacción —se sonrió Iván, que conocía muy bien el mundo que con tanta indignación describía su huésped.
—Puede ser —replicó el otro—. Me devolvió mi novela, bastante mugrienta y destrozada ya, y, tratando de no encontrarse con mi mirada, me comunicó que la redacción tenía material suficiente para los dos años siguientes, por lo que quedaba descartada la posibilidad de publicar mi novela.»

Mijaíl Bulgákov
El maestro y Margarita

2 de agosto de 2018

La habitación



«Dos semanas antes había empezado a trabajar en mi nuevo puesto de funcionario, y en muchos sentidos seguía siendo un novato. Sin embargo, desde un principio me limité a hacer sólo las preguntas imprescindibles. Quería convertirme en una persona digna de tener en cuenta tan rápido como fuera posible.

En mi antiguo puesto estaba acostumbrado a ser de los que llevan la voz cantante. No era jefe, ni siquiera tenía personas a mi cargo, pero sí que de vez en cuando era capaz de reprender a los demás. No siempre era apreciado, pues no soy el típico adulador ni de los que dicen amén a todo, pero la gente me trataba con cierto respeto y deferencia, incluso con admiración. Tal vez una pizca de adulación. Estaba decidido, en la medida de lo posible, a alcanzar la misma posición en mi nuevo puesto.

En realidad, lo de ascender no fue idea mía. En mi anterior trabajo estaba muy a gusto y me sentía cómodo con las rutinas, pero, sea como fuere, el puesto se me había quedado pequeño y arrastraba la sensación de estar realizando una tarea muy por debajo de mis capacidades, además de que, como ya he dicho, no siempre coincidía con mis compañeros.»

Jonas Karlsson
La habitación

9 de julio de 2018

Modos de ver


«La fascinación no puede existir sin que la envidia social de las personas sea una emoción común y generalizada. La sociedad industrial que ha avanzado hacia la democracia y se ha detenido a medio camino es la sociedad ideal para generar una emoción así. La persecución de la felicidad individual está reconocida como un derecho universal. Pero las condiciones sociales existentes hacen que el individuo se sienta impotente. Vive en la contradicción entre lo que es y lo que le gustaría ser. Entonces, o cobra plena conciencia de esta contradicción y de sus causas, y participa en la lucha política por una democracia integral, lo cual entraña, entre otras cosas, derribar el capitalismo; o vive sometido continuamente a una envidia que, unida a su sensación de impotencia, se disuelve en inacabables ensueños.

Esto permite comprender que la publicidad siga siendo creíble. El abismo entre lo que la publicidad ofrece realmente y el futuro que promete corresponde al abismo existente entre lo que el espectador-comprador cree ser y lo que le gustaría ser. Los dos abismos se convierten en uno; y en lugar de salvarlo con la actuación o la existencia vivida, se intenta rellenarlo con un fascinante soñar despierto.

Las condiciones de trabajo vienen a veces en ayuda de este proceso.

El interminable presente de las horas sin sentido es “equilibrado” por un futuro soñado en el que la actividad imaginaria reemplaza a la pasividad del momento. En sus sueños diurnos, el obrero pasivo se convierte en consumidor activo. El yo trabajador envidia al yo consumidor.

No hay dos sueños iguales. Unos son instantáneos, otros prolongados. El sueño es siempre algo muy personal para el soñador. La publicidad no fabrica sueños. Se limita a decirnos a cada uno de nosotros que no somos envidiables todavía… pero podríamos serlo.

La publicidad tiene otra importante función social. El hecho de que esta función no sea deliberadamente planeada por los que hacen y usan la publicidad no disminuye en lo más mínimo su importancia. La publicidad convierte el consumo en un sustituto de la democracia. La elección de lo que uno come (o viste, o conduce) ocupa el lugar de la elección política significativa. La publicidad ayuda a enmascarar y compensar todos los rasgos antidemocráticos de la sociedad. Y enmascarar también lo que está ocurriendo en el resto del mundo.»

John Berger
Modos de ver

4 de julio de 2018

Neverwhere

«‘See?’ said Gary. ‘I’m not here. All there is, is you, walking up and down the platform, talking to yourself, trying to get up the courage to…’

Richard had not meant to say anything: but his mouth moved and he heard his voice saying: ‘Trying to get up the courage to do what?’

A deep voice came over the loudspeaker, and echoed, distorted, down the platform. ‘London Transport would like to apologize for the delay. This is due to an incident at Blackfriars station.’ ‘To do that,’ said Gary, inclining his head. ‘Become an incident at Blackfriars station. To end it all. Your life’s a joyless, empty sham. You’ve got no friends—’

‘I’ve got you,’ whispered Richard.

Gary appraised Richard with frank eyes. ‘I think you’re and asshole,’ he said, honestly. ‘A complete joke.’

‘I’ve got Door, and Hunter and Anaesthesia.’

Gary smiled. There was real pity in the smile, and it hurt Richard more than hatred, or enmity could ever have done. ‘More imaginary friends? We all used to laugh at you round the office for those trolls. Remember them? On your desk.’ He laughed. Richard started to laugh too. It was all too horrible: there was nothing else to do but laugh. After some time he stopped laughing. Gary put his hand into his pocket and produced a small plastic troll. It had frizzy purple hair, and it had once sat on the top of Richard’s computer screen. ‘Here,’ said Gary. He tossed the troll to Richard. Richard tried to catch it; he reached out his hands, but it fell through them as if there were not there. He went down on to his hands and knees on the empty platform, fumbling for the troll. It seemed on him, then, as if it were the only fragment he had of his real life: that if he could only get the troll back, perhaps he could get everything back…

Flash.

It was rush hour again. A train disgorged hundreds of people on to the platform, and hundreds of others tried to get on, and Richard was down on his hands and knees, being kicked and buffeted by the commuters. Somebody stepped on his fingers, hard. He screamed shrilly, and stuck his fingers into his mouth, instinctively, like a burned child; they tasked disgusting. He did not care: he could see the troll at the platform’s edge, now only ten feet away, and he crawled, slowly, on all fours, through the crowd, across the platform. People swore at him; they got in his way; they buffeted him. He had never imagined that ten feet could be such a long distance to travel.

Richard heard a high-pitched voice giggling, as he crawled, and he wondered who it could belong to. It was a disturbing giggle, nasty and strange. He wondered what manner of crazy person could giggle like that. He swallowed, and the giggling stopped, and then he knew.

He was almost at the edge of the platform. An elderly woman stepped on to the train, and as she did so, her foot knocked the purple-haired troll down into the darkness, down into the gap between the train and the platform. ‘No,’ said Richard. He was still laughing, an awkward, wheezing laugh, but tears stung his eyes, and spilled down his cheeks. He rubbed his eyes with his hands, making them sting even more.

Flash.

The platform was deserted and dark again. He climbed to his feet, and walked, unsteadily, the last few feet, to the edge of the platform. He could see it there, down on the tracks, by the third rail: a small splash of purple, his troll. He looked ahead of him: there were enormous posters stuck to the wall on the other side of the tracks. The posters advertised credit cards and sports shoes and holidays in Cyprus. As he looked the words on the posters twisted and mutated.

New messages:

END IT ALL was one of them.

PUT YOURSELF OUT OF YOUR MISERY.

BE A MAN – DO YOURSELF IN.

HAVE A FATAL ACCIDENT TODAY.

He nodded. He was talking to himself. The posters did not really say that. Yes, he was talking to himself; and it was time that he listened.»

Neil Gaiman
Neverwhere

28 de mayo de 2018

Lolita


«Sus películas favoritas eran, en este orden: las musicales, las policíacas y las del Oeste. En las primeras, cantantes y bailarines reales hacían carreras irreales en un mundo del espectáculo que venía a ser, en esencia, una esfera impermeable a todo lo que representara pena o tristeza, de la cual estaban excluidas la muerte y la verdad y donde, al final, el canoso, inocente y confiado, y técnicamente inmortal, padre de la heroína, reticente al principio a permitir que su hija se entregue a su loca pasión por las tablas, acaba aplaudiendo a rabiar su apoteósico triunfo en el fabuloso Broadway. Las películas policíacas también se desarrollaban en un mundo aparte: en él, heroicos periodistas eran torturados, las facturas telefónicas ascendías a cifras astronómicas y, en un ambiente sano y deportivo, aunque caracterizado por una inepta falta de puntería a la hora de disparar, los malos eran perseguidos por cloacas y almacenes de los más variados artículos por policías de patológica temeridad (mi captura no habría de causar tan extenuante ejercicio). En último lugar estaban los paisajes de tonos pardos, los domadores de caballos salvajes, de rostro rosado y ojos azules, la recada y hermosa maestra, que llega al pueblo levantado a orillas del rumoroso arroyo, el caballo que se encabrita, la espectacular estampida del ganado, el cristal roto con un vigoroso golpe de revólver, la increíble pelea a puñetazo limpio, las montañas de muebles viejos que sueltan nubes de polvo al romperse, la mesa utilizada como proyectil, el oportuno salto mortal, la mano atada que busca a tiendas el cuchillo de monte caído al suelo, el rugido de la desesperación, el ruido amortiguado del puño al chocar contra la barbilla, la patada en la entrepierna, el hábil salto sobre el contrario para derribarlo al suelo; e, inmediatamente después de recibir una serie de golpes demoledores, que habrían mandado a Hércules al hospital (a estas alturas puedo afirmarlo por experiencia propia), el valiente héroe de la película, en cuya bronceada mejilla no aparece más que la sombra de un morado, lo que le da todavía mayor atractivo, si cabe, abraza a su entusiasmada futura esposa, toda una mujer del Oeste.»

Vladimir Nabokov
Lolita

3 de mayo de 2018

El hombre en busca de sentido



«Las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre mantiene su capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes, algunos heroicos; también se comprueba cómo algunos eran capaces de superar la apatía y la irritabilidad. El hombre puede conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en aquellos crueles estados de tensión psíquica y de indigencia física.

Los supervivientes de los campos de concentración aún recordamos a algunos hombres que visitaban los barrancones consolando a los demás y ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Quizá no fuesen muchos, pero esos pocos representaban una muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino— para decidir su propio camino.

Y allí siempre se presentaban ocasiones para elegir. A diario, a cualquier hora, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión; una decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con robarle el último resquicio de su personalidad: la libertad interior. Una decisión que también prefijaba si la persona se convertiría —al renunciar a su propia libertad y dignidad— en juguete o esclavo de las condiciones del campo, para así dejarse moldear hasta conducirse como un prisionero típico.»

Viktor Frankl
El hombre en busca de sentido

22 de abril de 2018

Mansfield Park

«Henry Crawford había destruido su felicidad, pero nunca debía enterarse de que lo había hecho, pues no debía destruir también su buena reputación, su apariencia pública y su prosperidad. Henry Crawford no debía pensar que ella lloraba en su retiro de Mansfield por él, y que rechazaba Sotherton y Londres, la independencia y el esplendor, por él. Necesitaba más independencia que nunca, y jamás había sentido la falta de ésta que sufría en Mansfield con mayor intensidad. Cada vez era menos capaz de soportar las restricciones que le imponía su padre. La libertad que la ausencia de éste le había proporcionado se había convertido en algo absolutamente indispensable para ella. Tenía que huir de su padre y de Mansfield lo antes posible, y hallar consuelo en la fortuna y la importancia social, en el bullicio mundano, para aliviar su espíritu herido. Estaba plenamente decidida y no pensaba cambiar de intención.

Sintiéndose así, cualquier demora, incluso la provocada por la gran cantidad de preparativos necesarios para el enlace, podría haber sido perniciosa, pero afortunadamente el señor Rushworth estaba casi tan impaciente como ella por que se celebrase. Mentalmente, Maria se sentía preparada por completo; estaba preparada para el matrimonio porque odiaba su hogar, las restricciones y tanta tranquilidad; porque sufría tras haberse llevado una decepción amorosa y porque despreciaba al hombre con el que se iba a casar. Lo demás podía esperar. La elección de nuevos carruajes y nuevo mobiliario podía aguardar hasta la primavera, cuando estuviese instalada en Londres y pudiera imponer su propio gusto.»

Jane Austen
Mansfield Park

20 de abril de 2018

Jacobo o la sumisión


«Jacobo, abuelo (cantando): Un… bo… rra… cho… en… can… ta… dor… can… ta… ba… y mur… mu… ra… ba.

Jacobo, abuela (al viejo): ¡Cállate! ¡Cállate o te la rompo!

Le da un puñetazo al viejo en la cabeza y le hunde la gorra.

Jacobo, padre: Irrevocablemente, abandono esta habitación a todo trance, pase lo que pase. Además, nada hay que hacer. Voy a mi habitación de al lado, lío el petate y no me volveréis a ver sino a las horas de comer, algunas veces durante el día y por la noche para descansar. (A Jacobo) ¡Y tú me devolverás tu cesto! ¡Y decir que todo esto es para regocijar a Júpiter!»

Eugène Ionesco
Jacobo o la sumisión

17 de abril de 2018

Cartero


«Aunque G.G. conocía su caja de arriba abajo, sus manos se iban haciendo cada vez más lentas. Simplemente había manejado demasiadas cartas en su vida, y su cuerpo, con sus sentidos adormecidos, se estaba finalmente rebelando. Varias veces durante la mañana le vi vacilar. Se paraba y se tambaleaba, entraba como en un trance, luego se recuperaba y ordenaba algunas cartas más. A mí no es que me cayese particularmente bien. Su vida no había sido muy valiente y se había ido convirtiendo en algo así como una masa de mierda. Pero cada vez que vacilaba, algo me estremecía. Era como un fiel y pundonoroso caballo que no pudiese seguir por más tiempo. O un automóvil que se rindiese finalmente, una mañana.»

Charles Bukowski
Cartero

10 de abril de 2018

Otelo



«YAGO
Señor, la honra en el hombre o la mujer
es la joya más preciada de su alma.
Quien me roba la bolsa, me roba metal;
es algo y no es nada; fue mío y es suyo,
y ha sido esclavo de miles.
Mas, quien me quita la honra, me roba
lo que no le hace rico y a mí me empobrece.

OTELO
¡Vive Dios, dime lo que piensas!

YAGO
No podría, ni con mi alma en vuestra mano,
ni querré, mientras yo la gobierne.

OTELO
¿Qué?

YAGO
Señor, cuidado con los celos.
Son un monstruo de ojos verdes que se burla
del pan que le alimenta. Feliz el cornudo
que, sabiéndose engañado, no quiere a su ofensora;
mas, ¡qué horas de angustia le aguardan
al que duda y adora, idolatra y recela!

OTELO
¡Qué tortura!

YAGO
El pobre contento es rico y bien rico;
quien nada en riquezas y tema perderlas
es más pobre que el invierno.
¡Dios bendito, a todos los míos
guarda de los celos!

OTELO
¿Por qué, por qué dices eso?
¿Tú crees que viviría una vida de celos,
cediendo cada vez a la sospecha
con las fases de la luna? No. Estar en la duda
es tomar la decisión. Que me vuelva
macho cabrío si mi espíritu se entrega
a conjeturas tan extrañas y abultadas
como tus alegaciones. Para darme celos
no basta con decir que mi esposa es bella,
sociable, sabe comer y conversar, canta,
tañe y baila: estas prendas le añaden virtud.
Y mi propia indignidad no me causa
la menor duda o recelo de su fidelidad,
pues tenía ojos y me eligió. No, Yago;
quiero ver antes de dudar. Si dudo, pruebas;
y con pruebas no hay más que una solución:
¡Adiós al amor o a los celos!»

William Shakespeare
Otelo

9 de abril de 2018

Mientras escribo



«Annie Wilkes, la enfermera que tiene prisionero a Paul Sheldon en Misery, parecerá una sicópata, pero hay que tener en cuenta que ella se ve como una persona cuerda y sensata; de hecho se considera una heroína, una mujer con muchos problemas que intenta sobrevivir en un mundo hostil. La vemos experimentar cambios de humor peligrosos, pero hice lo posible por evitar pronunciarme con frases como “Annie amaneció deprimida, y quizá hasta con pulsiones suicidas”, o “Parecía que Annie tuviera mejor día de lo habitual”. Si tengo que decirlo, salgo perdiendo. Gano, en cambio, si puedo enseñar a una mujer callada y con el pelo sucio, devoradora compulsiva de galletas y caramelos, y lograr que el lector deduzca que Annie se halla en la fase de depresión de un ciclo maníaco-depresivo. Y si puedo comunicar la perspectiva del mundo de Annie, aunque sea brevemente (si puedo hacer entender su locura), quizá consiga que el lector simpatice con ella, e incluso que se identifique. ¿Resultado? Que da más miedo que nunca, porque se aproxima más a la realidad. Por otro lado, si la convierto en una arpía siniestra, sólo será otra bruja de cartón. En ese caso pierdo mucho, y pierde conmigo el lector. ¿Quién tendrá ganas de visitar a una mala-mala tan rancia? Una versión así de Annie Wilkes ya era vieja cuando estrenaron El mago de Oz.»

Stephen King
Mientras escribo

28 de marzo de 2018

La lucha por la vida

«—Pero hubiera sido aún más terrible si llegan a hacer lo que querían, que era apagar las luces del teatro antes de echar las bombas —dijo Prats.
¡Qué barbaridad! —exclamó Manuel.
A oscuras hubieran muertos todos —añadió riendo Prats.
No —exclamó Manuel levantándose—; de eso no se puede reír nadie, a no ser que sea un canalla. Matar así de una manera tan bárbara…
Eran burgueses —dijo el Madrileño.
Aunque lo fueran.
Y en la guerra, ¿no matan los militares a gente inocente? —preguntó Prats—. ¿No disparan sobre las casas con bala explosiva?
Pues los que hacen eso son tan canallas como el otro.
Éste, como ya tiene su imprenta —dijo el Madrileño con sorna—, se siente burgués.
Por lo menos, no me siento asesino. Ni tú tampoco.
Una de las bombas no estalló —dijo Skopos—, cayó sobre una mujer muerta por la primera bomba. Por esto, la carnicería no fue mayor.
¿Y quién hizo esa bestialidad? —preguntó Perico Rebolledo.
Salvador.
Ese sí que tendría las entrañas negras…
Debía ser un fiera —dijo Skopos—. Él se escapó del teatro en el momento del pánico, y al día siguiente, cuando el entierro de las víctimas, parece que se le ocurrió subir a lo alto del monumento de Colón con diez o doce bombas, y desde allí irlas arrojando al paso de la comitiva.
No comprendo cómo se puede tener simpatía por hombres así —dijo Manuel.
Mientras estuvo preso —siguió diciendo Skopos—, hizo la comedia de convertirse a la religión. Los jesuitas le protegieron, y allí anduvo un padre Goberna solicitando el indulto. Las señoras de la aristocracia se interesaron también por él, y él se figuraba que le iban a indultar… Pero cuando le metieron en capilla y vio que el indulto no venía, se desenmascaró, y dijo que su conversión era una filfa. Tuvo una frase hermosa: ¿y tus hijas? —le dijeron—. ¿Qué va a ser de tus pobrecitas hijas? ¿Quién se va a ocupar de ellas? “Si son guapas —contestó él—, ya se ocuparán de ellas los burgueses”.
¡Ah!... Es bien… Es bien… —gritó Caruty, que hasta entonces había estado silencioso e inmóvil—. Es bien… le grand canaille… Es bien… Es una frase…
Yo asistí a la ejecución de Salvador —siguió diciendo Skopos— desde un coche de la Ronda; cuando subió al patíbulo iba cayéndose…; pero ¡la vanidad lo que puede!...; el hombre vio un fotógrafo que le apuntaba con la máquina, y entonces levantó la cabeza y trató de sonreír… Una sonrisa que daba asco, la verdad, no sé por qué…. El esfuerzo que hizo le dio ánimos para llegar al tablado. Aquí trató de hablar; pero el verdugo le echó una manaza al hombro, le ató, le tapó la cara con un pañuelo negro, y se acabó…. Yo esperé a ver la impresión que producía a la gente. Venían obreros y muchachas de los talleres, y todos, al ver la figurilla de Salvador en el patíbulo, decían: ¡Qué pequeño es! Parece mentira.

Y hablaron de otros anarquistas, de Ravachol, de Vaillant, de Henry, de los de Chicago… Había oscurecido y siguieron hablando… Ya no eran las ideas, eran los hombres los que entusiasmaban. Y entre su humanitarismo exaltado y su culto de sectarios por una especie de religión nueva, aparecía en todos ellos, saliendo a la superficie, su fondo de meridionales, su admiración por el valor, su entusiasmo por la frase rotunda y el gesto gallardo…

Manuel se sentía inquieto, profundamente disgustado en aquel ambiente.

Y todos los domingos aumentaba el número de adeptos en “La Aurora roja”. Unos, contagiados por otros, iban llegando… Y crecía el grupo anarquista libremente, como una mancha de hierba en una calle solitaria…».

Pío Baroja
Aurora roja. La lucha por la vida

19 de marzo de 2018

Maldito karma


«Así pues, vi cómo Alex y Nina subían al altar. La novia estaba preciosa con su vestido arreglado.

Oí cómo el sacerdote volvía a hacerles la pregunta del “Quieres”.

Primero contestó Alex: “¡Sí, quiero!”

Luego Nina susurró: “Sí, quiero… de todo corazón.”

Lo miraba completamente enamorada.

En aquel momento lo tuve claro: Nina aprovecharía su oportunidad y disfrutaría de una vida familiar feliz.

Una oportunidad que yo también tuve cuando era humana.

Y que no aproveché.

Había malgastado mi vida humana.

Y al llegar a esa conclusión se produjo un crac.

Bueno, no se produjo realmente un crac, pero ¿cómo describir el ruido que hace el corazón al romperse?

A lo mejor así: es el ruido más espantoso que existe.

Y el dolor más brutal, con mucho.

Un dolor mortal.»

David Safier
Maldito karma

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