19 de noviembre de 2017

Hotel Savoy

«Conozco a Taddeus Montag, el amigo de Zwonimir, el rotulista que es en realidad caricaturista. Es vecino mío, vive en la 715. Ya lleva unas semanas aquí, y a mi lado ha estado muriéndose de hambre Taddeus Montag, sin lamentarse jamás. Los hombres son mudos, más mudos que los peces; antes gritaban cuando alguien les hacía daño; pero en el transcurso de los años han perdido la costumbre de gritar.

Taddeus Montag es un candidato a morir, flaco, pálido y alto, anda por las losas desnudas del sexto piso. Las suelas de sus zapatos están deshechas, es cierto, pero incluso las blandas zapatillas de Hirsch Fisch se oyen sobre el suelo de piedra. Y es que Taddeus Montag tiene ya el paso silencioso de una sombra, de un difunto. Se me acerca en silencio; como un mudo, se queda junto a la puerta y su mudez es algo que le parte a uno el corazón.»

Josepth Roth
Hotel Savoy

18 de noviembre de 2017

Han llegado naves espaciales

«Rhea sintió deseos de chillarle a todos que se fueran de la casa. Tenía cosas sobre las que reflexionar, cosas que no podían quedar libres en su mente a causa de la presión de la gente. Eso le había producido un dolor de cabeza tan espantoso. Después de oír cómo se desvanecía el ruido del camión por la carretera, salió de la cama con cuidado, bajó las escaleras con igual cuidado, se tomó tres aspirinas, bebió toda el agua que pudo, midió el café y lo puso en la cafetera sin mirar había abajo.

Los huevos estaban sobre la mesa, en cestas. Tenían manchas de estiércol de gallina y trozos de paja pegados, que habría que quitar frotando con una esponja de acero.

¿Qué cosas? Palabras, sobre todo. Las palabras que le había dicho Wayne cuando la señora Monk salía por la puerta trasera.

“Me gustaría follarte si no fueras tan fea”.

Se visitó, y cuando el café estuvo listo se sirvió una taza y salió al porche lateral, inundado por la oscura sombra de la mañana. Las aspirinas empezaron a hacerle efecto y en lugar de dolor de cabeza sintió como un espacio en el cerebro, un espacio claro y precario rodeado por un leve zumbido.

No era fea. Sabía que no lo era. Aunque, ¿cómo podía estar segura?

Pero si era fea, ¿habría salido Billy Doud con ella? Billy se preciaba de ser amable.

Pero Wayne estaba muy borracho cuando se lo dijo. Los borrachos dicen la verdad.

Menos mal que no iba a ver a su madre aquel día. Si llegaba a sonsacarle lo que le pasaba —y Rhea no podía tener la certeza de que no lo hiciera—, querría que Wayne recibiera un escarmiento. Sería capaz de llamar a su padre, el sacerdote. Lo que la encolerizaría sería la palabra “follar”. No comprendería el asunto en absoluto.

El padre de Rhea reaccionaría de una forma más complicada. Culparía a Billy por haberla llevado a un sitio como la casa de Monk. Billy y los amigotes de Billy. Se enfadaría por lo del “follar”, pero en realidad se avergonzaría de Rhea. Siempre sentiría vergüenza de que un hombre la hubiera llamado fea.

No se puede intentar que los padres comprendan las verdaderas humillaciones.

Sabía que no era fea. ¿Cómo podía saber que no era fea?»

Alice Munro
Han llegado naves espaciales

29 de agosto de 2017

Niebla

«–¿Conque no, eh? –me dijo–, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar ni uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es más que otro nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...


–¿Víctima? –exclamé. 


–¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir! ¡Usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!»


Miguel de Unamuno

Niebla

24 de agosto de 2017

Asesinos sin rostro


«—Los fiscales deben ser tercos. ¿Qué crees que pasaría con la seguridad de la justicia en este país si no fuera así?

Kurt Wallander notó que el alcohol le envalentonaba.

—Esta pregunta también puede hacerla un insignificante policía de la provincia —repuso—. Una vez creí que la profesión de policía significaba participar y cuidar de las pertenencias de las personas y de su seguridad. Supongo que todavía lo creo. Pero he visto que la seguridad de la justicia se convierte en una idea huera. He visto que a los jóvenes delincuentes más o menos se los anima a seguir. Nadie interviene. Nadie se preocupa por las víctimas de la creciente violencia. Es cada vez peor.
—Ahora hablas como mi padre —dijo—. Es un juez retirado. Un viejo funcionario reaccionario.
—Quizá sí. Tal vez sea conservador. Pero es mi opinión. Entiendo que la gente a veces se tome la justicia por su mano.»

Henning Mankell
Asesinos sin rostro

5 de agosto de 2017

The Spanish Tragedy

«Not far from hence, amidst ten thousand souls,
Sat Minos, Aeacus, and Rhadamanth;
To whom no sooner ‘gan I make approach,
To crave a passport for my wand’ring ghost,
But Minos, in graven leaves of lottery,
Drew froth the manner of my life and death.
“This knight”, quoth he, “both liv’d and died in love;
And for his love tried fortune of the wars;
And by war’s fortune lost both love and live.”
“Why then”, said Aeacus, “convey him hence,
To walk with lovers in our fields of love,
And spend the course of everlasting time
Under green myrtle-tree and cypress shades.”
“No, no”, said Rhadamanth, “it were not well,
With loving souls to place a martialist:
He died in war, and must to martial fields,
Where wounded Hector lives in lasting pain,
And Achilles’ Myrmidons do scour the plain.
Then Minos, mildest censor of the three,
Made this device to end the difference:
“Send him”, quoth he, “to our infernal king,
To doom him as best seems his majesty.”
To his effect my passport straight was drawn.
In keeping on my way to Pluto’s court,
Through dreadful shades of ever-glooming night,
I saw more sights than thousand tongues can tell,
Or pens can write, or mortal hearts can think.»

Thomas Kyd
The Spanish Tragedy

28 de julio de 2017

La Regenta

«Sin saber lo que hacía, Ana salió de sus habitaciones, atravesó el estrado, a oscuras, como solía, dejó atrás un pasillo, el comedor, la galería… y sin ruido, llegó a la puerta de la alcoba de Quintanar. No estaba bien cerrada aquella puerta y por un intersticio vio Ana claridad. No dormía su marido. Se oía un rum rum de palabras.

¿Con quién habla ese hombre? Acercó la Regenta el rostro a la raya de luz y vio a don Víctor sentado en su lecho; de medio cuerpo abajo le cubría la ropa de la cama, y la parte del torso que quedaba fuera abrigábala una chaqueta de franela roja; no usaba gorro de dormir don Víctor por una superstición respetable; él, incapaz de sospechar de su Ana la falta más leve, huía de los gorros de noche por una preocupación literaria. Decía que el gorro de dormir era una punta que atraía los atributos de la infidelidad conyugal. Pero aquella noche había tenido frío, y a falta de gorro de algodón o de hilo, se había cubierto con el que usaba de día, aquel gorro verde con larga borla de oro. Ana vio y oyó que en aquel traje grotesco Quintanar leía en voz alta, a la luz de un candelabro elástico clavado en la pared.

Pero hacía más que leer, declamaba; y, con cierto miedo de que su marido se hubiera vuelto loco, pudo ver la Regenta que don Víctor, entusiasmado, levantaba un brazo cuya mano oprimía temblorosa el puño de una espada muy larga, de soberbios gavilanes retorcidos. Y don Víctor leía con énfasis y esgrimía el acero brillante, como si estuviera armando caballero al espíritu familiar de las comedias de capa y espada.

Admitida la situación en que se creía Quintanar, era muy noble y verosímil acción la de azotar el aire con el limpio acero. Se trataba de defender en hermosos versos del siglo diecisiete a una señora que un su hermano quería descubrir y matar, y don Víctor juraba en quintillas que antes le harían a él tajadas que consentir, siendo como era caballero, atrocidad semejante.

Pero como la Regenta no estaba en antecedentes sintió el alma en los pies al considerar que aquel hombre con gorro y chaqueta de franela que repartía mandobles desde la cama a la una de la noche, era su marido, la única persona de este mundo que tenía derecho a las caricias de ellas, a su amor, a procurarla aquellas delicias que ella suponía en la maternidad, que tanto echaba de menos ahora, con motivo del portal de Belén y otros recuerdos análogos.

Iba la Regenta al cuarto de su marido con ánimo de conversar, si estaba despierto, de hablarle de la misa del gallo, sentada a su lado, sobre el lecho. Quería la infeliz desechar las ideas que la volvían loca, aquellas emociones contradictorias de la piedad exaltada, y de la carne rebelde y desabrida; quería palabras dulces, intimidad cordial, el calor de la familia… algo más, aunque la avergonzaba vagamente el quererlo, quería… no sabía qué… a que tenía derecho… y encontraba a su marido declamando de medio cuerpo arriba, como muñeco de resortes que salta en una caja de sorpresa… La ola de la indignación subió al rostro de la Regenta y lo cubrió de llamas rojas. Dio un paso atrás Anita, decidiendo no entrar en el teatro de su marido… pero su falda meneó algo en el suelo, porque don Víctor gritó asustado:

—¡Quién anda ahí!

No respondió Ana.

—¿Quién anda ahí? —repitió exaltado don Víctor, que se había asustado un poco a sí mismo con aquellos versos fanfarrones.

Y algo más tranquilo, dijo a poco:

—¡Petra! ¡Petra! ¿Eres tú, Petra?

Una sospecha cruzó la imaginación de Ana; unos celos grotescos, tal los reputó, se le aparecieron casi como una forma de la tentación que la perseguía.

¿Si aquel hombre sería amante de la criada?

—¡Anselmo! ¡Anselmo! —añadió don Víctor en el mismo tono suave y familiar.

Y Ana se retiró de puntillas, avergonzada de muchas cosas, de sus sospechas, de su vago deseo que ya se le antojaba ridículo, de su marido, de sí misma…»

Leopoldo Alas, “Clarín”
La Regenta

18 de julio de 2017

Danza de dragones

«Quiero vivir eternamente en unas tierras donde el verano dure al menos mil años. Quiero un castillo en las nubes desde donde contemplar el mundo. Quiero volver a tener veintiséis años, cuando podía luchar todo el día y follar toda la noche. Lo que quieran los hombres no tienen importancia.

Ya tenemos el invierno casi encima, muchacho, y el invierno es la muerte. Prefiero que mis hombres mueran luchando por la hijita de Ned, y no solos y hambrientos en medio de la nieve, llorando lágrimas que se les congelan en las mejillas. Sobre los hombres que mueren así nadie canta canciones. En cuanto a mí, soy viejo y este será mi último invierno. Quiero bañarme en la sangre de los Bolton antes de morir; quiero sentir las salpicaduras en la cara cuando mi hacha hienda el cráneo de un Bolton. Quiero lamérmela de los labios y morir con ese sabor en la boca.»

George R. R. Martin
Danza de dragones

1 de julio de 2017

Vidas escritas

«Quiere la leyenda cursi de la literatura que William Faulkner escribiera su novela Mientras agonizo en el plazo de seis semanas y en la más precaria de las situaciones, a saber: mientras trabajaba de noche en una mina, con los folios apoyados en la carretilla volcada y alumbrándose con la mortecina linterna de su propio casco polvoriento. Es un intento por parte de la leyenda cursi de hacer ingresar a Faulkner en las filas de los escritores pobres y sacrificados y un poquito proletarios. Lo de las seis semanas es lo único cierto: seis semanas de verano en las que aprovechó al máximo los larguísimos intervalos que le quedaban entre una paletada de carbón y otra a la caldera que tenía a su cuidado en una planta de energía eléctrica. Según Faulkner, allí nadie le molestaba, el ruido continuo de la enorme y vieja dinamo era “apaciguador” y el lugar “cálido y silencioso”.»

Javier Marías
Vidas escritas

14 de junio de 2017

Luz de agosto

«Y luego me di cuenta de que era de esa clase de individuos a los que no se les ve a primera vista, aunque estén solos en el fondo de una piscina de cemento vacía.

Cuando se me acercó el individuo, yo le dije de golpe: “No voy a Memphis, si es eso lo que quieren. Voy más allá de Jackson, en Tennesse”. Y él dijo:

—Me parece muy bien. Es justamente lo que necesitamos. Nos haría usted un gran favor.

—¿Adónde quieren ir?

Y él me miraba como mira un tipo que no está acostumbrado a mentir y que intenta inventar rápidamente algo, aun sabiendo que no le van a creer.»

William Faulkner
Luz de agosto

5 de abril de 2017

Hermosos y malditos

«—Anoche —dijo ella gravemente, jugueteando con el pelo de Anthony mientras hablaba—, me pareció que la parte de mí que amabas, la parte que merecía la pena conocer, todo el orgullo y todo el fuego, habían desaparecido. Supe que lo que aún quedaba de mí te amaría siempre, pero que ya nunca sería igual.

Gloria se daba cuenta, sin embargo, de que terminaría por olvidar y de que la vida raras veces aniquila, aunque siempre desgaste. Después de aquella mañana nunca se volvió a mencionar el incidente y su profunda herida se curó con ayuda de Anthony…, y si hubo triunfo, estaba en posesión de una fuerza más oscura que ellos y que, junto con el triunfo, poseía también el conocimiento de los hechos.»

Francis Scott Fitzgerald
Hermosos y malditos

30 de marzo de 2017

Hamlet


«HAMLET
¡Ojalá que esta carne tan firme, tan sólida,
se fundiera y derritiera hecha rocío,
o el Eterno no hubiera promulgado
una ley contra el suicidio! ¡Ah, Dios, Dios,
qué enojosos, rancios, inútiles e inertes
me parecen los hábitos del mundo!
¡Me repugna! Es un jardín sin cuidar,
echado a perder: invadido hasta los bordes
por hierbas infectas. ¡Haber llegado a esto!
Muerto hace dos meses… no, ni dos; no tanto.
Un rey tan admirable, un Hiperión
al lado de este sátiro, tan tierno con mi madre
que nunca permitía que los vientos del cielo
le hiriesen la cara. ¡Cielo y tierra!
¿He de recordarlo? Y ella se le abrazaba
como si el alimento le excitase
el apetito; pero luego, al mes escaso…
¡Que no lo piense! Flaqueza, te llamas mujer.
Al mes apenas, antes que gastase los zapatos
con los que acompañó el cadáver de mi padre
como Níobe, toda llanto, ella, ella
(¡Dios mío, una bestia sin uso de razón
le habría llorado más!) se casa con mi tío,
hermano de mi padre, y a él tan semejante
como yo a Hércules; al mes escaso,
antes que la sal de sus lágrimas bastardas
dejara de irritarle los ojos,
vuelve a casarse. ¡Ah, malvada prontitud,
saltar con tal viveza al lecho incestuoso!
Ni está bien, ni puede traer nada bueno.
Pero estalla, corazón, porque debo callar.»

William Shakespeare
Hamlet

28 de febrero de 2017

Mientras escribo

«Cuando he empezado un proyecto no paro, y sólo bajo el ritmo si es imprescindible. Si no escribo a diario empiezan a ponérseme rancios los personajes, con el resultado de que ya no parecen gente real, sino eso, personajes. Empieza a oxidarse el filo narrativo del escritor, y yo a perder el control del argumento y el ritmo de la narración. Lo peor es que se debilita el entusiasmo de crear algo nuevo; empiezas a tener la sensación de que trabajas, sensación que para la mayoría de los escritores es el beso de la muerte. Cuando se escribe mejor (siempre, siempre, siempre) es cuando el escritor lo vive como una especie de juego inspirado. Yo, si quiero, puedo escribir a sangre fría, pero me gusta más cuando es algo fresco y quema tanto que casi no se puede tocar.

[…]

Me gusta hacer diez páginas al día, es decir, dos mil palabras. En tres meses son 180.000 palabras, que para un libro no está mal; si la historia es buena y está bien contada, el lector puede perderse a gusto. Hay días en que salen diez páginas sin dificultad, y a las once y media de la mañana ya me he levantado y estoy haciendo recados como un ratoncito, pero a medida que me hago mayor abundan más los días en que acabo comiendo en el escritorio y terminando la sesión diaria hacia la una y media. A veces, cuando cuesta que salgan las palabras, llega la hora del té y todavía estoy trabajando. Me van bien las dos maneras, pero sólo en circunstancias muy graves me permito bajar la persiana antes de haber hecho las dos mil palabras.»

Stephen King
Mientras escribo

19 de febrero de 2017

Memorias de Adriano

«Jamás, desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de Marulino me mostraba las constelaciones, me abandonó la curiosidad por las cosas del cielo. Durante las vigilias forzosas de los campamentos contemplaba la luna corriendo a través de las nubes de los cielos bárbaros; más tarde, en las claras noches áticas, escuché al astrónomo Terón de Rodas explicar su sistema del mundo; tendido en el puente de un navío, en pleno mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil, desplazándose entre las estrellas, yendo del ojo enrojecido de Todo al llanto de las Pléyades, de Pegaso al Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas ingenuas y graves del joven que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en la Villa, hice levantar un observatorio al que la enfermedad ya no me deja subir. Pero hice aun más, una vez en la vida: ofrecí a las constelaciones el sacrificio de toda una noche. Fue después de mi visita a Osroes, durante la travesía del desierto sirio. Tendido de espaldas, bien abiertos los ojos, abandonando durante algunas horas todo cuidado humano, me entregué desde la noche hasta el alba a ese mundo de llama y de cristal. Fue el más hermoso de mis viajes. El gran astro de la constelación de la Lira, estrella polar de los hombres que vivirán dentro de algunas decenas de millares de años, resplandecía sobre mi cabeza. Los Gemelos brillaban débilmente en los últimos resplandores del crepúsculo; la Serpiente precedía al Sagitario; el Águila ascendía al cenit, abiertas las alas, y bajo ella ardía esa constelación aún no designada por los astrónomos y a la cual habría de dar un día el más querido de los nombres. La noche, jamás tan completa como lo creen aquellos que viven y duermen encerrados en sus habitantes, se volvió más oscuras y luego más clara. Las hogueras destinadas a alejar a los chacales se fueron apagando; aquellos montones de carbones ardientes me recordaron a mi abuelo erguido en su viña, sus profecías convertidas ya en presente y que bien pronto serían pasado. En mi vida busqué unirme a lo divino bajo muchas formas; conocí más de un éxtasis; los más atroces, y los hay de una conmovedora dulzura. El éxtasis de la noche siria fue extrañamente lúcido. Inscribió en mí los movimientos celestes con una precisión que jamás me habría permitido alcanzar ninguna observación parcial. En el momento en que escribo, sé exactamente qué estrellas pasan en Tíbur sobre este techo ornado de estucos y pinturas preciosas, y cuáles están suspendidas, en otras tierras, sobre una tumba. Algunos años después, la muerte habría de convertirse en objeto de mi contemplación constante, pensamiento al cual dedicaría todas mis fuerzas de mi espíritu que no estuvieran absorbidas por el Estado. Y quien dice muerte dice también el mundo misterioso al cual acaso ingresamos por ella. Después de tantas reflexiones y de tantas experiencias quizá condenables, sigo ignorando lo que sucede detrás de esa negra colgadura. Pero la noche siria representa mi parte consciente de inmortalidad.»

Marguerite Yourcenar
Memorias de Adriano

8 de febrero de 2017

El amor en los tiempos del cólera

«Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado. Pero tuvo que rendirse ante la intransigencia de la muerte. Su dolor se descompuso en una cólera ciega contra el mundo, y aun contra ella misma, y eso le infundió el dominio y el valor para enfrentarse sola a su soledad.»

Gabriel García Márquez

El amor en los tiempos del cólera

3 de febrero de 2017

Saber perder


«Lorenzo entiende el silencio de su padre. Lo reconoce como una víctima. Lo imagina golpeado, vejado, ridiculizado en aquel piso. Esa imagen es más poderosa que la de su padre como mero cliente de los servicios de una prostituta, mientras su mujer se muere poco a poco en la cama. Bueno, hablaré con la francesa y lo arreglaré todo.

¿Volvemos a casa?, pregunta Leandro. Lorenzo siente piedad por ese hombre al que de niño temía por su rigor, sus convicciones firmes, al que luego ignoró y más tarde aprendió a respetar. Su padre empequeñecido avanza por el pasillo y Lorenzo lo ve entrar en su cuarto. ¿Quién soy yo para juzgarlo? Si pudiéramos exponer a la luz las miserias de las personas, los errores, las torpezas, los crímenes, nos encontraríamos con la penuria más absoluta, la verdadera indignidad. Por suerte, piensa Lorenzo, cada uno llevamos nuestra secreta derrota bien adentro, lo más lejos posible de la mirada de los demás. Por eso no ha querido escarbar demasiado en la herida de su padre, conocer los detalles, humillarle más de lo que ya le debía de humillar sincerarse con su hijo.

De la cocina llega el olor intenso a fritura de patatas y cebollas que serán quizá una tortilla. ¿Te quedas a comer?, pregunta el padre. Comprende lo duro que puede ser para un padre mostrar a su hijo la cara más lamentable, más vergonzosa. No se concibe que los hijos juzguen a los padres, les deben demasiado. Lorenzo querría consolarlos, mostrarle que él es peor aún, papá tendrías que verme, saber lo que he hecho.»

David Trueba
Saber perder

1 de febrero de 2017

La perla

«Kino se había maravillado muchas veces del férreo temperamento de su sufrida, frágil mujer. Ella, que era obediente y respetuosa y alegre y paciente, era también capaz de arquear la espalda por los dolores del parto sin apenas un grito. Soportaba la fatiga y el hambre incluso mejor que el mismo Kino. En la canoa era como un hombre fuerte. Y ahora hizo una cosa aún más sorprendente.

—El médico —dijo—. Id a buscar al médico.

La voz se corrió entre los vecinos, apiñados en el pequeño patio, tras el seto. Y se repetían unos a otros: “Juana quiere al médico.” Maravilloso, memorable, pedir que viniera el médico. Conseguirlo sería notable. Él jamás venía a las cabañas. ¿Por qué habría de hacerlo, si los ricos que vivían en las casas de piedra y argamasa del pueblo le daban más trabajo del que podía hacer?»

John Steinbeck
La perla

26 de enero de 2017

El astillero

«Lavaba los platos guiñando los ojos al humo del cigarro que le colgaba de la boca y los iba pasando a Larsen para que los secara.

“Tan hermosa y tan concluida —pensaba Larsen—. Si se lavara, si le diera por peinarse. Pero con todo, aunque se pasara las tardes en un salón de belleza y la vistieran en París y yo tuviera diez o veinte años menos, no se puede calcular la necesidad, y a ella le diera por meterse conmigo, sería inútil. Está lisa, quemada y seca como un campo después de un incendio de verano, más muerta que mi abuela, y es imposible, apuesto, que no esté muerto también lo que lleva en la barriga”.»

Juan Carlos Onetti
El astillero

22 de enero de 2017

Romance del enamorado y la muerte

Un sueño soñaba anoche,
soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,
que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
muy más que la nieve fría.
-¿Por dónde has entrado amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
ventanas y celosías.
-No soy el amor, amante:
la Muerte que Dios te envía.
-¡Ay, Muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día!
-Un día no puede ser,
una hora tienes de vida.
Muy de prisa se calzaba,
más de prisa se vestía;
ya se va para la calle,
en donde su amor vivía.
-¡Ábreme la puerta, blanca,
ábreme la puerta, niña!
-¿Cómo podré yo abrir
si la ocasión no es venida?
Mi padre no fue a palacio,
mi madre no está dormida.
-Si no me abres esta noche,
ya no me abrirás, querida;
la Muerte me está buscando,
junto a ti vida sería.
-Vete bajo la ventana
donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda
para que subas arriba,
y si el cordón no alcanzare,
mis trenzas añadiría.
La fina seda se rompe;
la Muerte que allí venía:
-Vamos, el enamorado,
que la hora ya está cumplida.


Anónimo

15 de enero de 2017

Una muerte mental

«He aquí mi descubrimiento: matarse con la voluntad, con la propia alma y no con las armas, no con las manos, no con venenos. Eso es lo que estoy haciendo.

[…]

Basta con querer morir, pero quererlo seriamente, fuertemente, constantemente, y la muerte poco a poco se instala en nosotros y nos penetra tan enteramente que un soplo solo, después, no puede derribar.»

Giovanni Papini
Una muerte mental

13 de enero de 2017

Silencio...

Un día estaré muerta, blanca como la nieve,
Dulce como los sueños en la tarde que llueve.

Un día estaré muerta, fría como la piedra,
Quieta como el olvido, triste como la hiedra.

Un día habré logrado el sueño vespertino,
El sueño bien amado donde acaba el camino.

Un día habré dormido con un sueño tan largo
Que ni tus besos puedan avivar el letargo.

Un día estaré sola, como está la montaña
Entre el largo desierto y la mar que la baña.

Será una tarde llena de dulzuras celestes,
Con pájaros que callan, con tréboles agrestes.

La primavera, rosa, como un labio de infante,
Entrará por las puertas con su aliento fragante.

La primavera rosa me pondrá en las mejillas
—¡La primavera rosa!— dos rosas amarillas…

La primavera dulce, la que me puso rosas
Encarnadas y blancas en las manos sedosas.

La primavera dulce que me enseñara a amarte,
La primavera misma que me ayudó a lograrte.

¡Oh la tarde postrera que imagino yo muerta
Como ciudad en ruinas, milenaria y desierta!

¡Oh la tarde como esos silencios de laguna
Amarillos y quietos bajo el rayo de luna!

¡Oh la tarde embriagada de armonía perfecta:
Cuán amarga es la vida! ¡Y la muerte qué recta!

La muerte justiciera que nos lleva al olvido
Como el pájaro errante lo acogen en el nido…

Y caerá con mis pupilas una luz bienhechora,
La luz azul celeste de la última hora.

Una luz tamizada que bajando del cielo
Me pondrá en las pupilas la dulzura de un velo.

Una luz tamizada que ha de cubrirme toda.
Con su velo impalpable como un velo de boda.

Una luz que en el alma musitará despacio:
La vida es una cueva, la muerte es el espacio.

Y que ha de deshacerme en calma lenta en suma
Como en la playa de oro se deshace la espuma.

……………………………………………………………………

Oh, silencio, silencio… esta tarde es la tarde
En que la sangre mía ya no corre ni arde.

Oh, silencio, silencio… en torno de mi cama
Tu boca bien amada dulcemente me llama.

Oh silencio, silencio… que tus besos sin ecos
Se pierden en mi alma temblorosos y secos.

Oh silencio, silencio que la tarde se alarga
Y pone sus tristezas en tu lágrima amarga.

Oh, silencio, silencio que se callan las aves,
Se adormecen las flores, se detienen las naves.

Oh silencio, silencio que una estrella ha caído
Dulcemente a la tierra, dulcemente y sin ruido.

Oh silencio, silencio que la noche se allega
Y en mi lecho se esconde, susurra, gime y ruega.

Oh silencio, silencio… que el Silencio me toca
Y me apaga los ojos, y me apaga la boca.

Oh silencio, silencio… que la calma destila
Mis manos cuyos dedos lentamente se afilan…

Alfonsina Storni
Irremediablemente

10 de enero de 2017

El mapa y el territorio

«En este país se come temprano, ¿sabe? Pero para mí nunca es lo bastante pronto. Lo que más me gusta ahora es el final del mes de diciembre; anochece a las cuatro. Entonces me puedo poner el pijama, tomar mis somníferos y meterme en la cama con una botella de vino y un libro. Vivo así desde hace años. El sol sale a las nueve; bueno, entre que te lavas y tomas un café es casi mediodía, me quedan cuatro horas de luz que aguantar, normalmente lo consigo sin grandes agobios. Pero en primavera es insoportable, las puestas de sol son interminables y espléndidas, es como una especie de puta ópera, hay continuamente colores nuevos, resplandores nuevos, una vez intenté quedarme aquí toda la primavera y pensé que me moría, cada noche estaba al borde del suicidio con este crepúsculo que no termina nunca.»

Michel Houellebecq
El mapa y el territorio

7 de enero de 2017

Una cuestión personal

«Porque un joven que, fiel a lo retorcido que hay en él, termina buscando pervertidos en las calle, un joven así tiene que poseer unos ojos, unos oídos y un corazón exquisitamente sensibles al terror que habita en lo más profundo del subconsciente.»

Kenzaburo Oé
Una cuestión personal

2 de enero de 2017

El mito de Sísifo

«Si bastase con amar, las cosas serían demasiado sencillas. Cuanto más se ama tanto más se consolida lo absurdo. No es por falta de amor por lo que Don Juan va de mujer en mujer. Es ridículo presentarlo como un iluminado en busca del amor total. Pero tiene que repetir ese don y ese ahondamiento porque ama a todas con el mismo ardor y cada vez con todo su ser. De ahí que cada una espere darle lo que nadie le ha dado nunca. Ellas se engañan profundamente cada vez y sólo consiguen hacerle sentir la necesidad de esa repetición. “Por fin —exclama una de ellas— te he dado el amor.” ¿Sorprenderá que Don Juan se ría de ella? “¿Por fin? —dice—: no, sino una vez más.” ¿Por qué habría de ser necesario amar raras veces para amar mucho?

¿Don Juan es triste? No es verosímil. Apenas apelaré a la crónica. Esa risa, la insolencia victoriosa, esos saltos y la afición a lo teatral son claros y alegres. Todo ser sano tiende a multiplicarse. Así le sucede a Don Juan. Pero, además, los tristes tienen dos motivos para estarlo: ignoran o esperan. Don Juan sabe y no espera. Hace pensar en esos artistas que conocen sus límites, no los pasan nunca, y en ese intervalo precario en que se instala su espíritu poseen la facilidad maravillosa de los maestros. Eso es, sin duda, el genio: la inteligencia que conoce sus fronteras. Hasta la frontera de la muerte física, Don Juan ignora la tristeza. Desde el momento en que sabe, su risa estalla y hace que se perdone todo. Era triste en la época en que esperaba. Ahora vuelve a encontrar en la boca de esa mujer el gusto amargo y reconfortante de la ciencia única. ¿Amargo? ¡Es apenas esa imperfección necesaria que hace sensible la dicha!»

Albert Camus
El mito de Sísifo

1 de enero de 2017

Ajeno

Largo se le hace el día a quien no ama
y él lo sabe. Y él oye ese tañido
corto y duro del cuerpo, su cascada
canción, siempre sonando a lejanía.
Cierra su puerta y queda bien cerrada;
sale y, por un momento, sus rodillas
se le van hacia el suelo. Pero el alba,
con peligrosa generosidad,
le refresca y le yergue. Está muy clara
su calle y la pasea con pie oscuro,
y cojea en seguida porque anda
sólo con su fatiga. Y dice aire:
palabras muertas con su boca viva.
Prisionero por no querer abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa.

Claudio Rodríguez
Alianza y condena

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