13 de julio de 2016

Modos de ver


«Según las costumbres y las convenciones, que al fin se están poniendo en entredicho, pero que no están superadas ni mucho menos, la presencia social de una mujer es de un género diferente a la del hombre. La presencia de un hombre depende de la promesa de poder que él encarne. Si la promesa es grande y creíble, su presencia es llamativa. Si es pequeña o increíble, el hombre encuentra que su presente resulta insignificante. El poder prometido puede ser moral, físico, temperamental, económico, social, sexual… pero su objeto es siempre exterior al hombre. La presencia de un hombre sugiere lo que es capaz de hacer para ti o de hacerte a ti. Su presencia puede ser “fabricada”, en el sentido de que se pretenda capaz de lo que no es. Pero la pretensión se orienta siempre hacia un poder que ejerce sobre otros.

En cambio, la presencia de una mujer expresa su propia actitud hacia sí misma, y define lo que se le puede o no hacer. Su presencia se manifiesta en sus gestos, voz, opiniones, expresiones, ropas, alrededores elegidos, gusto; en realidad, todo lo que ella pueda hacer es una contribución a su presencia. En el caso de la mujer, la presencia es tan intrínseca a su persona que los hombres tienen a considerarla casi una emanación física, una especie de calor, de olor o de aureola.

Nacer mujer ha sido nacer para ser mantenida por los hombres dentro de un espacio limitado y previamente asignado. La presencia social de la mujer se ha desarrollado como resultado de su ingenio para vivir sometida a esa tutela y dentro de tan limitado espacio. Pero ello ha sido posible a costa de partir en dos el ser de la mujer. Una mujer debe contemplarse continuamente. Ha de ir acompañada casi constantemente por la imagen que tiene de sí misma. Cuando cruza una habitación o llora por la muerte de su padre, a duras penas evita imaginarse a sí misma caminando o llorando. Desde su más temprana infancia se le ha enseñado a examinarse continuamente.

Y así llega a considerar que la examinante y la examinada que hay en ella son dos elementos constituyentes, pero siempre distintos, de su identidad como mujer.

Tiene que supervisar todo lo que es y todo lo que hace porque el modo en que aparezca ante los demás, y en último término ante los hombres, es de importancia crucial para lo que normalmente se considera para ella éxito en la vida. Su propio sentido de ser ella misma es suplantado por el sentido de ser apreciada como tal por otro.

Los hombres examinan a las mujeres antes de tratarlas. En consecuencia, el aspecto o apariencia que tenga una mujer para un hombre puede determinar el modo en que este la trate. Para adquirir cierto control sobre este proceso, la mujer debe abarcarlo e interiorizarlo. La parte examinante del yo de una mujer trata a la parte examinada de tal manera que demuestre a los otros cómo le gustaría a todo su yo que le tratasen. Y este tratamiento ejemplar de sí misma por sí misma constituye su presencia. La presencia de toda mujer regula lo que es y no es “permisible” en su presencia. Cada una de sus acciones —sea cual fuere su propósito o motivación directa— es interpretada también como un indicador de cómo le gustaría ser tratada. Si una mujer tira un vaso al suelo, esto es un ejemplo de cómo trata sus propias emociones y, por tanto, de cómo desearía que la trataran otros. Si un hombre hace lo mismo, su acción se interpreta simplemente como una expresión de cólera. Si una mujer gasta una broma, esto constituye un ejemplo de cómo trata a la bromista que lleva dentro y, por tanto, de cómo le gustaría ser tratada por otros en cuanto mujer bromista. Solamente los hombres pueden permitirse el lujo de gastar una broma por el mero placer de hacerlo.

Todo lo anterior puede resumirse diciendo: los hombres actúan y las mujeres aparecen. Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son miradas. Esto determina no sólo la mayoría de las relaciones entre hombre y mujeres sino también la relación de las mujeres consigo mismas. El supervisor que lleva la mujer dentro de sí es masculino: la supervisada es femenina. De este modo se convierte a sí misma en un objeto, y particularmente en un objeto visual, en una visión.»

John Berger
Modos de ver

7 de julio de 2016

Mansfield Park


«—¿Hay alguna razón, niña, para que no tengas buena opinión del carácter del señor Crawford?
—No, señor.

Fanny deseaba añadir: “Pero sí que la hay para que no la tenga de sus principios”, mas le faltó el valor ante la espantosa perspectiva de tener que explicarse, argüirlo y que al final probablemente no convenciese a su tío. La mala opinión que tenía del señor Crawford se basaba principalmente en observaciones que, por el bien de sus primas, no se atrevía a mencionar a sir Thomas. Maria y Julia, y en especial la primera, estaban tan implicadas en la mala conducta del señor Crawford que no podía exponer la verdadera personalidad de éste, tal y como ella creía que era, sin traicionarlas. Había confiado en que a un hombre como su tío, de tan excelente criterio, tan honorable y bueno, le bastase con el simple hecho de saber que a ella le disgustaba el señor Crawford. Para su infinita pena, descubrió que no era así.

Sir Thomas se acercó a la mesa ante la que estaba sentada ella, temblando y sintiéndose muy desdichada, y con gran severidad y frialdad dijo:

—Ya veo que no sirve de nada hablar contigo. Es mejor que pongamos fin a esta entrevista tan lamentable. No puedo tener al señor Crawford esperando tanto tiempo. Así pues, sólo añadiré, ya que considero que es mi deber dejar clara la opinión que me merece tu comportamiento, que has echado por tierra todas las expectativas que me había formado y que has demostrado tener un carácter totalmente distinto al que me suponía. Pues, como creo que ha demostrado mi comportamiento, Fanny, me había hecho una opinión muy favorable de ti desde que volví a Inglaterra. Creía que eras ajena a terquedades, engreimientos y a esas tendencias a demostrar que se es independiente de espíritu que tanto predominan hoy en día incluso entre las jóvenes, y que en ellas resulta más ofensivo y desagradable que cualquier otro defecto más corriente. Pero ahora me has demostrado que puedes ser obstinada y retorcida, que puedes y quieres decidir por ti misma, sin ninguna consideración o deferencia hacia quienes sin duda tienen cierto derecho a guiarte y sin tan siquiera pedirles consejo. Has demostrado ser muy distinta a como me imaginaba. Las ventajas o desventajas que esto pueda reportar a tu familia, a tus padres, a tus hermanos, no parecen habérsete pasado por la cabeza en ningún momento. Te da igual lo mucho que pudieran beneficiarse y alegrarse al casarte tú tan bien. Sólo piensas en ti misma, y como no sientes por el señor Crawford lo que las fantasías juveniles y calenturientas creen que es necesario para ser feliz, te has decidido a rechazarlo de inmediato sin tan siquiera darte un poco de tiempo para pensarlo, un poco de tiempo para considerarlo fríamente y analizar qué es lo que de verdad quieres, y en pleno arrebato de insensatez estás privándote de una oportunidad de hacer un matrimonio provechoso, honorable y distinguido que probablemente nunca se te vuelva a presentar. He aquí a un joven caballero de buen criterio, carácter, temperamento, modales y fortuna que te profesa un gran afecto y que pide tu mano del modo más noble y desinteresado; y permíteme que te diga, Fanny, que puede que vivas dieciocho años más sin que se te declare nadie con la mitad de fortuna del señor Crawford ni una décima parte de sus méritos. Yo habría estado encantado de concederle la mano de cualquier de mis hijas. Maria se casó muy bien, pero de haberme pedido el señor Crawford la mano de Julia, yo se la habría concedido con una satisfacción mucho mayor y sincera de la que sentí al dar la de Maria al señor Rushworth. —Tras una breve pausa, continuó—: Y me sorprendería mucho que cualquiera de mis hijas, al recibir una proposición de matrimonio que sólo fuese la mitad de beneficiosa que ésta, de forma inmediata y perentoria, y sin prestar el debido respeto a mi opinión y estima, se negase tan rotundamente. Esa forma de proceder me sorprendería mucho y también me dolería. Me parecería una flagrante violación de la obediencia y respeto de una hija hacia su padre. A ti no se te puede juzgar según la misma norma. Tú no me debes la obediencia de una hija, pero, Fanny, si alguna vez consigues absolverte de tamaña ingratitud…

Se calló. Para entonces Fanny lloraba tan amargamente que, pese a lo enfadado que estaba, sir Thomas no quiso insistir más. A Fanny casi se le había partido el corazón por la imagen que se había formado su tío de ella, así como por esas acusaciones, tan duras, tan múltiples, que habían ido cada vez a peor. Terca, obstinada, egoísta y desagradecida. Él pensaba todo eso de ella. Había traicionado sus expectativas y ya no contaba con su buena opinión. ¿Qué iba a ser de ella?»

Jane Austen
Mansfield Park

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