25 de mayo de 2016

Fahrenheit 451


«Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.»

Ray Bradbury
Fahrenheit 451

23 de mayo de 2016

Doña Perfecta

«—¡El Cerrillo de los Lirios! —observó el caballero, saliendo de su meditación—. ¡Cómo abundan los nombres poéticos en estos sitios tan feos! Desde que viajo por estas tierras me sorprende la horrible ironía de los nombres. Tal sitio, que se distingue por su árido aspecto y la desolada tristeza del negro paisaje, se llama Valleameno. Tal villorrio de adobes, que miserablemente se extiende sobre un llano estéril y que de diversos modos pregona su pobreza, tiene la insolencia de nombrarse Villarrica; y hay un barranco pedregoso y polvoriento, donde ni los cardos encuentran jugo, y que, sin embargo, se llama Valdeflores. ¿Eso que tenemos delante es el Cerrillo de los Lirios? Pero ¿dónde están esos lirios, hombre de Dios? Yo no veo más que piedras y yerba descolorida. Llamen a eso el Cerrillo de la Desolación, y hablarán a derechas. Exceptuando Villahorrenda, que parece ha recibido al mismo tiempo el nombre y la hechura, todo aquí es ironía. Palabras hermosas, realidad prosaica y miserable. Los ciegos serían felices en este país, que para la lengua es Paraíso y para los ojos Infierno.»

Benito Pérez Galdós
Doña Perfecta

17 de mayo de 2016

La Regenta


«La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acerca en acera, de equina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales tembloroso de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenillas que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios de piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.»

Leopoldo Alas, “Clarín”
La Regenta

11 de mayo de 2016

El desierto de los tártaros

«No lo pienses más, Giovanni Drogo, no te vuelvas hacia atrás ahora que has llegado al borde de la altiplanicie y el camino está a punto de hundirse en el valle. Sería una estúpida debilidad. La conoces piedra a piedra, podría decirse, la Fortaleza Bastiani, desde luego no corres peligro de olvidarla. El caballo trota alegremente, el día es bueno, el aire tibio y ligero, la vida aún larga por delante, casi está aún por empezar; ¿qué necesidad habría de echar un último vistazo a las murallas, a las casamatas, a los centinelas de turno en el borde de los reductos? Se vuelve así lentamente una página, se extiende al lado opuesto, agregándose a las otras ya acabadas, por ahora es sólo una capa fina, las que quedan por leer son, en comparación, un montón inagotable. Pero de todos modos siempre es una página gastada, mi teniente, una porción de vida.»

Dino Buzzati
El desierto de los tártaros

10 de mayo de 2016

Desgracia

«Se va apoderando de él un humor gris. No es sólo que no sepa qué hacer consigo mismo. Los acontecimientos del día anterior lo han sacudido hasta lo más profundo de su ser. El temblor, la flojera son únicamente los primeros signos, los más superficiales, de la conmoción. Tiene la sensación de que, en su interior, algún órgano vital ha sufrido una magulladura, un abuso. Tal vez incluso sea el corazón. Por vez primera prueba a qué sabe el hecho de ser un viejo, estar cansado hasta los huesos, no tener esperanzas, carecer de deseos, ser indiferente al futuro. Medio derrumbado sobre una silla de plástico, en medio del pestazo que despiden las plumas de las gallinas y las manzanas medio podridas, entiende que su interés por el mundo se le escapa gota a gota. Tal vez sean precisas semanas, tal vez meses, hasta que se desangre y se quede seco del todo, pero no le cabe duda de que se desangra. Cuando haya terminado será como el despojo de una mosca prendido en una telaraña, quebradizo al tacto, más ligero que una cascarilla de arroz, listo para salir volando con un soplo de aire.

No puede contar con que Lucy lo ayude. Con paciencia, en silencio, Lucy tendrá que encontrar su propio camino de regreso de las tinieblas a la luz. Hasta que no vuelva a ser la de siempre, sobre él recaerá la responsabilidad de afrontar su vida cotidiana. Lo malo es que ha llegado demasiado de repente. Y ésa es una carga para la que no está preparo: la granja, la huerta, las perreras. El futuro de Lucy, el suyo, el futuro de la tierra en conjunto… todo eso tan sólo le inspira indiferencia, y eso es lo que le apetece decir: que todo quede para los perros, que a mí me da igual. En cuando a los hombres que los visitaron, les desea lo peor dondequiera que estén. Por lo demás, ni siquiera desea pensar en ellos.

No es más que una secuela, se dice: una secuela de la agresión. Con el tiempo el propio organismo sabrá cómo reponerse, y yo, el espectro que lo habita, volveré a ser el mismo de siempre. Pero la verdad, y él lo sabe, no es ésa, sino otra muy distinta. Sus ganas de vivir se han apagado de un soplido. Como una hoja seca a merced de un arroyo, como un bejín que se lleva la brisa, ha comenzado a flotar camino de su propio fin. Lo ve con bastante claridad, y es algo que lo colma y lo consume (esa palabra no lo dejará en paz) de desesperación. La sangre de la vida abandona su cuerpo y es reemplazada por la desesperación, una desesperación que es como el gas, inodora, incolora, insípida, carente de nutrientes. Uno la respira y las extremidades se le relajan, todo deja de importar incluso en el momento en que el acero te roce el cuello.»

J. M. Coetzee
Desgracia

Vistas de página en total

Con la tecnología de Blogger.
emerge © , All Rights Reserved. BLOG DESIGN BY Sadaf F K.