28 de enero de 2016

Conversación en La Catedral

«Hablaba de libros y tenía faldas, sabía de política y no era hombre, la Mascota, la Pollo, la Ardilla se despintaban, Zavalita, las lindas idiotas de Miraflores se derretían, desaparecían. Descubrir que por lo menos una podía servir para algo más, piensa. No sólo para tirársela, no sólo para corrérsela pensando en ella, no sólo para enamorarse. Piensa: para algo más. Iba a seguir derecho y también pedagogía, tú ibas a seguir derecho y también letras.

—¿Te las das de vampiresa, de payasa o de qué? —dijo Santiago—. ¿Dónde tan arregladita, tan pintadita?
—¿Y en letras qué especialidad? —dijo Aída—. ¿Filosofía?
—Donde me da la gana y a ti qué —dijo la Teté—. Y quién te habla a ti, y con qué derecho me hablas a mí.
—Creo que literatura —dijo Santiago—. Pero todavía no sé.
—Todos los que siguen literatura quieren ser poetas —dijo Aída—. ¿Tú también?
—Déjense de estar peleando —dijo la señora Zoila—. Parecen perro y gato, ya basta.
—Tenía un cuaderno de versos escritos a escondidas —dice Santiago—. Que nadie lo viera, que nadie supiera. ¿Ves? Era un puro.
—No te pongas colorado porque te pregunto si quieres ser poeta —se rio Aída—. No seas burgués.
—También lo volvían loco diciéndole supersabio —dice Ambrosio—. Qué peleas se agarraban entre ustedes, niño.
—Ya te puedes ir a cambiar ese vestido y a lavarte la cara —dijo Santiago—. No vas a salir, Teté.
—¿Y qué tiene de malo que la Teté vaya al cine? —dijo la señora Zoila—. De cuándo acá tan estricto con tu hermano, tú, el liberal, el comecuras.
—No está yendo al cine, sino a bailar al Sunset con el forajido del Pepe Yáñez —dijo Santiago—. Esta mañana la pesqué haciendo su plan por teléfono.
—¿Al Sunset con el Pepe Yáñez? —dijo el Chispas—. ¿Con el huachafo ese?
—No es que quiera ser poeta peor me gusta mucho la literatura —dijo Santiago.
—¿Te has vuelto loca, Teté? —dijo don Fermín—. ¿Es cierto esto, Teté?
—Mentira, mentira —temblaba, fulminaba a Santiago con los ojos la Teté—. Maldito, imbécil, te odio, muérete.
—Y a mí también —dijo Aída—. En pedagogía voy a escoger literatura y castellano.
—¿Crees que vas a engañar así a tus padres, pedazo de? —dijo la señora Zoila—. Y cómo se te ocurre decirle maldito a tu hermano, loca.
—No estás en edad de ir a boites, criatura —dijo don Fermín—. No sales hoy, ni mañana, ni el domingo.
—Al Pepe Yáñez le voy a romper el alma —dijo el Chispas—. Lo voy a matar, papá.

Ahora la Teté lloraba a gritos, maldito, había derramado la taza de té, por qué no se moría de una vez, y la señora Zoila loquita, loquita, tan grandazo y tan maricón, y la señora Zoila estás manchando el mantel, en vez de andar chismeando como las muejres anda a escribir tus versitos de maricón. Se levantó de la mesa y salió del comedor y todavía gritó tus versitos de chismoso y de maricón y que se muriera de una vez, maldito. La oyeron subir las escaleras, dar un portazo. Santiago movía la cucharita en la taza vacía como si acaba de echarle azúcar.

—¿Es verdad eso que dijo la Teté? —sonrió don Fermín—. ¿Escribes versos tú, flaco?»

Mario Vargas Llosa
Conversación en La Catedral

12 de enero de 2016

La confesión del pastor anglicano

«—Señor, fíjese en lo que hemos encontrado en el dormitorio del caballero después de que se fuese.

Sabía que el ama era dueña de una buena dosis de esa debilidad característica de su sexo denominada curiosidad. Yo ya me había dado cuenta de que la súbita partida de mi alumno había hecho acrecentar entre las mujeres de mi servicio doméstico la creencia de que era víctima de una desdichada unión. Me pareció que había llegado el momento de terminar con cualquier cotilleo, y me propuse que nadie hurgara en sus cosas durante su ausencia.

—Su único deber en la habitación de mi alumno —le dije al ama— es procurar que esté limpia y debidamente ventilada. No debe tocar sus cartas, o sus papeles, o cualquier otra cosa que haya dejado en la habitación. Ponga de nuevo lo que sea en el lugar donde lo haya encontrado.

El ama no solamente era dueña de una buena dosis de curiosidad, sino que también poseía otra buena dosis de carácter femenino. Me escuchó, se avergonzó e hizo un violento movimiento con la cabeza.

—¿Debo ponerla de nuevo en el suelo, entre la cama y la pared? —un gesto irónico contradecía de tal forma que parecía doblarse a mis deseos—. Fue ahí donde la doncella la encontró, limpiando la habitación. Cualquiera podría ver —siguió el ama indignada— que el pobre caballero se ha ido con el corazón afligido. Y usted, en mi opinión, es el culpable.

Con esas palabras hizo una ligera inclinación y dejó una pequeña fotografía sobre el escritorio.

Me fijé en ella.

De repente, el corazón empezó a latirme angustiado; sentí fatiga: el ama, los muebles, las paredes de la habitación, todo se mecía y giraba de un lado para otro.

El retrato que acababan de encontrar en la habitación de mi alumno era el de Jéromette.»

Wilkie Collins
La confesión del pastor anglicano

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