19 de diciembre de 2016

La cantante calva

«ESCENA I

Interior burgués inglés, con sillones ingleses. Velada inglesa. El señor Smith, inglés, en su sillón y con sus zapatillas inglesas, fuma su pipa inglesa y lee un diario inglés, junto a una chimenea inglesa. Tiene anteojos ingleses y un bigotito gris inglés. A su lado, en otro sillón inglés, la señora Smith, inglesa, remienda unos calcetines ingleses. Un largo momento de silencio inglés. El reloj de chimenea inglés hace oír diecisiete toques ingleses.

Sra. Smith: ¡Vaya, son las nueves! Hemos comido sopa, pescado, patatas con tocino y ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien esta noche. Eso es porque vivimos en los suburbios de Londres y nos apellidamos Smith.»

Eugène Ionesco
La cantante calva

10 de diciembre de 2016

Cartero


«Yo entré a por mi vaso de agua. Cogí el vaso y entonces, antes de que llegara a caer el agua dentro, lo arrojé contra el estante de vasos que había a la izquierda del fregadero. El cristal voló por todas partes. Joyce apenas tuvo tiempo de cubrirse la cara. No me importó. Cogí el perro y salí de allí. Me senté en el sillón con él y lo acaricié. Él me miró y me lamió la muñeca. Su rabo se agitaba como un pez recién pescado.

Vi a Joyce de rodillas con una bolsa de papel, recogiendo cristales. Entonces empezó a sollozar. Trataba de contenerse. Estaba de espaldas a mí, pero pude darme cuenta de los síntomas que la hacían temblar y saltar las lágrimas.

Dejé a Picasso y entré en la cocina.

—¡Nena, no, nena, por favor!

La levanté cogiéndola desde atrás. Se caía sin fuerzas.

—Nena, lo siento… lo siento.

La sostuve contra mí, con mi mano sobre su vientre. La acaricié tiernamente, tratando de parar las convulsiones.

—Tranquila, nena, tranquila…

Se serenó un poco. Le aparté el pelo hacia atrás y la besé detrás de la oreja. Se notaba cálida. Ella apartó la cabeza. La besé de nuevo y ya no apartó la cabeza. La sentí respirar, luego dejó escapar un pequeño gemido. La levanté en brazos y la llevé a la otra habitación, me senté en un sillón con ella en mi regazo. No me miraba. Yo la besaba en el cuello y las orejas. Con un brazo alrededor de sus hombros y el otro en su cabeza. Moví la mano arriba y abajo por su cadera al ritmo de su respiración, tratando de expulsar fuera la mala electricidad.

Finalmente, con la más débil de las sonrisas, me miró. Yo le di un golpecito en la barbilla.

—¡Perra chiflada! —dije.

Se rió y entonces nos besamos, con nuestras cabezas moviéndose hacia atrás y hacia delante. Empezó otra vez a sollozar.

Me aparté y dije:

—¡NO EMPIECES!

Nos besamos de nuevo. Entonces la levanté y la llevé al dormitorio, la dejé sobre la cama, me quité pantalones, calzoncillos y calcetines a toda prisa, le bajé las bragas hasta los pies, le quité un zapato y entonces, con un zapato quitado y otro no, la eché el mejor polvo que habíamos tenido en muchos meses. Hasta la última planta de geranios se cayó de los estantes. Cuando acabé, acaricié con suavidad su espalda, jugando con su larga cabellera, diciéndole cosas. Ella ronroneaba. Finalmente, se levantó y se fue al baño.

No volvió. Fue a la cocina y empezó a lavar platos y a cantar.

Por los cojones de Cristo, Steve McQueen no podría haberlo hecho mejor.

Tenía dos Picassos en mis manos.»

Charles Bukowski
Cartero

25 de octubre de 2016

La lucha por la vida

«—¡Ah! El divino Langairiños… Y dime, ¿desde cuándo estás sin trabajo?
—Desde hace unos días.
—¿Y qué piensas hacer?
—Pues estar a lo que salga.
—¿Y si no sale nada?
—Creo que algo saldrá.

Roberto sonrió burlonamente.

—¡Qué español es eso! Estar a lo que salga. Siempre esperando…»

Pío Baroja
Mala hierba (La lucha por la vida)

16 de octubre de 2016

Secretos a voces



«No encontrarán a Heather Bell. Ni su cuerpo, ni ningún rastro. Se ha esfumado, como las cenizas. Su fotografía, colgada en todos los lugares públicos, irá decolorándose. Su sonrisa forzada, un poco torcida como intenta reprimir una risa irrespetuosa, parece indicar algo sobre su desaparición, no una actitud burlona ante el fotógrafo del colegio. Siempre quedará un leve indicio de su libre decisión en aquel detalle.

El señor Siddicup no sirve de ayuda. Siempre está a medio camino entre la rabieta y la confusión mental. No descubrirán nada cuando registre su casa, a menos que se cuente la vieja ropa interior de su mujer, y cuando caven en su jardín, los únicos huesos que encontrarán son los que han enterrado los perros. Mucha gente seguirá pensando que ha hecho o que ha presenciado algo. “Algo tuvo que ver con el asunto”. Cuando lo envían al Manicomio Provincial, rebautizado como Centro de Salud Mental, empiezan a aparecer cartas en el periódico del pueblo que hablan de la custodia preventiva y de no dejar que ocurran ciertas cosas para luego tener que lamentarse.

También publican cartas de Mary Johnstone, en las que explica su conducta, por qué actuó así, con toda su buena fe, aquel domingo. El director del periódico acabará por comunicarle que Heather Bell ya no es noticia, ni lo único por lo que debe distinguirse el pueblo, y que si sus excursiones terminan no se hundirá el mundo: no pueden continuar con aquella historia eternamente.

Maureen es todavía joven, aunque ella no lo cree, y tiene mucha vida por delante. Primero una muerte —eso ocurrirá pronto—; después otra boda, nuevas ciudades y nuevas casas. En cocinas a cientos y miles de kilómetros de distancia, observará cómo se forma una delicada piel sobre una cuchara de madera y su memoria se agitará, pero no acabará de desvelarse ese momento en el que parece estar contemplando un secreto a voces, algo que no te sobrecoge hasta que intentas contarlo.»

Alice Munro
Secretos a voces

3 de octubre de 2016

Hotel Savoy

«Vivimos juntos, en mi habitación. Zwonimir duerme en el sofá.

No le ofrezco mi cama, porque en ella me encuentro muy cómodo y he estado mucho tiempo sin dormir en una cama. En mi casa paterna de Leopoldstadt, a veces faltaba comida, pero siempre hubo una cama mullida. En cambio Zwonimir se ha pasado la vida durmiendo en duros bancos “de madera de roble auténtica”, suele decir bromeando. No tolera el calor de la cama y tiene pesadillas si el lecho es demasiado blando.

Tiene una constitución sana, se acuesta tarde y se levanta con el viento matinal. Corre por su cuerpo sangre campesina; no lleva reloj y siempre sabe qué hora es; predice la lluvia y el sol, siente el olor de lejanos incendios y tiene presentimientos y sueños.

Una vez soñó que habían enterrado a su padre; se levantó y lloró, y yo no sabía qué hacer con aquel hombre fuerte que lloraba. Otra vez tiene la visión de que su vaca ha muerto. Me lo cuenta y parece indiferente. Nos pasamos el día andando; Zwonimir hace que los trabajadores de Neuner le informen de la situación, de quiénes llevan la huelga; da dinero a los niños y se pelea con las mujeres; les manda que saquen a sus maridos de la sala de espera. Yo admiro las facultades de Zwonimir. No domina la lengua del país, habla con la cara y las manos más que con la boca, pero todo el mundo le entiende a la perfección, porque habla con la sencillez de la gente del pueblo y blasfema en su lengua materna. Y aquí, una palabra fuerte la entiende cualquiera.»

Joseph Roth
Hotel Savoy

26 de septiembre de 2016

El juego de Ender


«—Tenemos poco tiempo. Debes aprender a la mayor velocidad posible. Cuando me dediqué a viajar en astronaves, con el único objeto de estar vivo cuando tú aparecieras, mi mujer y mis hijos murieron, y mis nietos tenían mi edad cuando volví. No tenía nada que decirles. Estaba desconectado de todas las personas que quería, de todo lo que conocía, y viví en esta catacumba extraña, obligado a no hacer nada importante sino enseñar a un estudiante detrás de otro, todos tan prometedores; todos, al final, malogrados. Fracasos. Les enseño, les enseño, pero ninguno aprende. Tú también eres una gran promesa, como tantos otros estudiantes que vinieron antes que tú, pero también en ti puede estar la semilla del fracaso. Mi trabajo es encontrarla, destruirte si puedo, y créeme, Ender, si se te puede destruir, yo puedo hacerlo.
—Así que son soy el primero.
—No, claro que no. Pero eres el último. Si no aprendes no tendremos tiempo para encontrar a ningún otro. Por eso deposito mi esperanza en ti, simplemente porque eres el único que queda para depositar mi esperanza.
—¿Y los otros? ¿Mis jefes de escuadrón?
—¿Quién puede ocupar tu puesto?
—Alai.
—Sé sincero.

Ender no pudo decir nada.

—No soy feliz, Ender. La humanidad no nos pide que seamos felices. Sólo nos pide ser brillantes en su nombre. Primero la supervivencia, luego la felicidad que podamos alcanzar. Así que, Ender, espero que mientras dure tu adiestramiento no me aburras con quejas de que no te diviertes. Saca el placer que puedas en los intersticios de tu trabajo, pero tu trabajo es lo primero, aprender es lo primero, vencerlo es todo porque sin eso no hay nada. Cuando me puedas devolver a mi mujer muerta, Ender, puedes quejarte de lo que te cuesta tu educación.»

Orson Scott Card
El juego de Ender

18 de agosto de 2016

Niebla

«Su repulsión a toda forma de pornografía es bien conocida de cuantos le conocen. Y no sólo por las corrientes razones morales, sino porque estima que la preocupación libidinosa es lo que más estraga la inteligencia. Los escritores pornográficos, o simplemente eróticos, le parecen los menos inteligentes, los más tontos, en fin. Le he oído decir que de los tres vicios de la clásica terna de ellos: las mujeres, el juego y el vino, los dos primeros estropean más la mente que el tercero. Y conste que don Miguel no bebe más que agua. “A un borracho se le puede hablar ―me decía una vez― y hasta dice cosas, pero ¿quién resiste la conversación de un jugador o un mujeriego? No hay por debajo de ella sino la de un aficionado a toros, colmo y copete de la estupidez”.»

Miguel de Unamuno
Niebla

17 de agosto de 2016

Maldito karma


«Por supuesto, ya había oído hablar antes del karma. Alex había leído un libro sobre el budismo cuando estaba en plena crisis con sus estudios de Bioquímica. Yo, en cambio, cuando entraba en crisis, prefería leer libros con títulos como Quiérete a ti misma, Quiérete más a ti misma y Olvídate de los demás.

—Es muy simple —dijo Casanova—. Quien obra bien acumula buen karma y entra en la luz del nirvana. Quien obra mal prolonga su existencia, como nosotros.
—¡Yo no he hecho nada malo! —protesté.
—¿Está segura?

Asentí. Insegura.

—¿Ni siquiera una infidelidad? —insistió Casanova.

Me vino a la cabeza Daniel Kohn.

—¿O perjudicar a alguien en beneficio propio?

Me vino a la cabeza Sandra Kölling y que me quedé con su trabajo porque hablé con los directores del programa sobre su creciente consumo de cocaína.

—¿O quizás ha descuidado a algunas personas de su entorno?

Me vino a la cabeza Lilly.

—¿O podría ser que haya hecho sufrir a sus subordina…?
—¡Ya basta! —le increpé.
—O…
—¿Qué parte del “ya basta” no ha acabado de entender? ¿“Ya” o “basta”?
—Discúlpeme, madame —dijo Casanova.
—¿Y por qué no ha acumulado usted nunca buen karma? —le pregunté.
—Bueno, en primer lugar, porque no es fácil hacerlo en un hormiguero —replicó.
—¿Y en segundo lugar?
—No va con mi disposición natural.

Y sonrió maliciosamente y con tanto encanto que yo también sonreí.»

David Safier
Maldito karma

11 de agosto de 2016

Un paseo por el lado salvaje


«Eran los que preferían echar una partida en la máquina del millón a presentar una solicitud en una agencia de colocación. Por encima de las cunetas por las que fluía una vida oscura y autónoma o por callejones de gatos y cubos de basura demasiado estrechos para que pasara un Chrysler, se escondían en esa sucia tierra de nadie que se extiende al otro lado de las promesas de los carteles publicitarios, eludiendo la competencia por la fortuna y la fama. Se llamaban a sí mismos “Cazatalentos desempleado” y “Cocinero a tiempo parcial”, “Esteticista por horas” y “Solterona empedernida”, “Instructor de esquí acuático” y “Profesora de baile”. Y paseaban tranquilamente por sus pesadillas a tiempo parcial hasta que los despertaba una supuesta luz del día no menos espantosa que sus sueños. Sus nombres eran los de ciertas nociones melancólicas y raramente se concedían un descanso.

Sus delitos eran la enfermedad, la ociosidad, el exceso de confianza, el aburrimiento y la mala suerte. Eran los que no habían sabido tender cables a los tribunales, las fiscalías o la policía. Una diminuta piedra en su camino bastaba para que tropezaran y cuando caían, caían hasta el fondo.

Caían hasta el fondo y no volvían a levantarse. Si la vida es algo fácil si se encara pasito a pasito, ellos se empeñaban en apurarla a grandes saltos. Siempre se topaban con alguien llamado Doc con el que jugar a cartas. Se desviaban de su camino para comer en un local llamado Mamá. Sólo dormían con mujeres que tenían problemas más graves que los suyos. Tanto en la cárcel como afuera, siempre estaban comiéndose un marrón ajeno, declarándose culpables de los delitos de otro, cumpliendo su condena. No tenían ningún cable tendido con nada.

Amantes, sátiros, pirados en fuga, los burlados, los mutilados, los atormentados, los caídos sin remedio y los pícaros. Todos aquellos a los que nadie echaba un cable, y por los que nadie rezaba.

Aquellos a los que el abogado de oficio defiende diciendo:

-Su señoría, este hombre ya ha tenido su oportunidad, usted decide.»

Nelson Algren
Un paseo por el lado salvaje

13 de julio de 2016

Modos de ver


«Según las costumbres y las convenciones, que al fin se están poniendo en entredicho, pero que no están superadas ni mucho menos, la presencia social de una mujer es de un género diferente a la del hombre. La presencia de un hombre depende de la promesa de poder que él encarne. Si la promesa es grande y creíble, su presencia es llamativa. Si es pequeña o increíble, el hombre encuentra que su presente resulta insignificante. El poder prometido puede ser moral, físico, temperamental, económico, social, sexual… pero su objeto es siempre exterior al hombre. La presencia de un hombre sugiere lo que es capaz de hacer para ti o de hacerte a ti. Su presencia puede ser “fabricada”, en el sentido de que se pretenda capaz de lo que no es. Pero la pretensión se orienta siempre hacia un poder que ejerce sobre otros.

En cambio, la presencia de una mujer expresa su propia actitud hacia sí misma, y define lo que se le puede o no hacer. Su presencia se manifiesta en sus gestos, voz, opiniones, expresiones, ropas, alrededores elegidos, gusto; en realidad, todo lo que ella pueda hacer es una contribución a su presencia. En el caso de la mujer, la presencia es tan intrínseca a su persona que los hombres tienen a considerarla casi una emanación física, una especie de calor, de olor o de aureola.

Nacer mujer ha sido nacer para ser mantenida por los hombres dentro de un espacio limitado y previamente asignado. La presencia social de la mujer se ha desarrollado como resultado de su ingenio para vivir sometida a esa tutela y dentro de tan limitado espacio. Pero ello ha sido posible a costa de partir en dos el ser de la mujer. Una mujer debe contemplarse continuamente. Ha de ir acompañada casi constantemente por la imagen que tiene de sí misma. Cuando cruza una habitación o llora por la muerte de su padre, a duras penas evita imaginarse a sí misma caminando o llorando. Desde su más temprana infancia se le ha enseñado a examinarse continuamente.

Y así llega a considerar que la examinante y la examinada que hay en ella son dos elementos constituyentes, pero siempre distintos, de su identidad como mujer.

Tiene que supervisar todo lo que es y todo lo que hace porque el modo en que aparezca ante los demás, y en último término ante los hombres, es de importancia crucial para lo que normalmente se considera para ella éxito en la vida. Su propio sentido de ser ella misma es suplantado por el sentido de ser apreciada como tal por otro.

Los hombres examinan a las mujeres antes de tratarlas. En consecuencia, el aspecto o apariencia que tenga una mujer para un hombre puede determinar el modo en que este la trate. Para adquirir cierto control sobre este proceso, la mujer debe abarcarlo e interiorizarlo. La parte examinante del yo de una mujer trata a la parte examinada de tal manera que demuestre a los otros cómo le gustaría a todo su yo que le tratasen. Y este tratamiento ejemplar de sí misma por sí misma constituye su presencia. La presencia de toda mujer regula lo que es y no es “permisible” en su presencia. Cada una de sus acciones —sea cual fuere su propósito o motivación directa— es interpretada también como un indicador de cómo le gustaría ser tratada. Si una mujer tira un vaso al suelo, esto es un ejemplo de cómo trata sus propias emociones y, por tanto, de cómo desearía que la trataran otros. Si un hombre hace lo mismo, su acción se interpreta simplemente como una expresión de cólera. Si una mujer gasta una broma, esto constituye un ejemplo de cómo trata a la bromista que lleva dentro y, por tanto, de cómo le gustaría ser tratada por otros en cuanto mujer bromista. Solamente los hombres pueden permitirse el lujo de gastar una broma por el mero placer de hacerlo.

Todo lo anterior puede resumirse diciendo: los hombres actúan y las mujeres aparecen. Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son miradas. Esto determina no sólo la mayoría de las relaciones entre hombre y mujeres sino también la relación de las mujeres consigo mismas. El supervisor que lleva la mujer dentro de sí es masculino: la supervisada es femenina. De este modo se convierte a sí misma en un objeto, y particularmente en un objeto visual, en una visión.»

John Berger
Modos de ver

7 de julio de 2016

Mansfield Park


«—¿Hay alguna razón, niña, para que no tengas buena opinión del carácter del señor Crawford?
—No, señor.

Fanny deseaba añadir: “Pero sí que la hay para que no la tenga de sus principios”, mas le faltó el valor ante la espantosa perspectiva de tener que explicarse, argüirlo y que al final probablemente no convenciese a su tío. La mala opinión que tenía del señor Crawford se basaba principalmente en observaciones que, por el bien de sus primas, no se atrevía a mencionar a sir Thomas. Maria y Julia, y en especial la primera, estaban tan implicadas en la mala conducta del señor Crawford que no podía exponer la verdadera personalidad de éste, tal y como ella creía que era, sin traicionarlas. Había confiado en que a un hombre como su tío, de tan excelente criterio, tan honorable y bueno, le bastase con el simple hecho de saber que a ella le disgustaba el señor Crawford. Para su infinita pena, descubrió que no era así.

Sir Thomas se acercó a la mesa ante la que estaba sentada ella, temblando y sintiéndose muy desdichada, y con gran severidad y frialdad dijo:

—Ya veo que no sirve de nada hablar contigo. Es mejor que pongamos fin a esta entrevista tan lamentable. No puedo tener al señor Crawford esperando tanto tiempo. Así pues, sólo añadiré, ya que considero que es mi deber dejar clara la opinión que me merece tu comportamiento, que has echado por tierra todas las expectativas que me había formado y que has demostrado tener un carácter totalmente distinto al que me suponía. Pues, como creo que ha demostrado mi comportamiento, Fanny, me había hecho una opinión muy favorable de ti desde que volví a Inglaterra. Creía que eras ajena a terquedades, engreimientos y a esas tendencias a demostrar que se es independiente de espíritu que tanto predominan hoy en día incluso entre las jóvenes, y que en ellas resulta más ofensivo y desagradable que cualquier otro defecto más corriente. Pero ahora me has demostrado que puedes ser obstinada y retorcida, que puedes y quieres decidir por ti misma, sin ninguna consideración o deferencia hacia quienes sin duda tienen cierto derecho a guiarte y sin tan siquiera pedirles consejo. Has demostrado ser muy distinta a como me imaginaba. Las ventajas o desventajas que esto pueda reportar a tu familia, a tus padres, a tus hermanos, no parecen habérsete pasado por la cabeza en ningún momento. Te da igual lo mucho que pudieran beneficiarse y alegrarse al casarte tú tan bien. Sólo piensas en ti misma, y como no sientes por el señor Crawford lo que las fantasías juveniles y calenturientas creen que es necesario para ser feliz, te has decidido a rechazarlo de inmediato sin tan siquiera darte un poco de tiempo para pensarlo, un poco de tiempo para considerarlo fríamente y analizar qué es lo que de verdad quieres, y en pleno arrebato de insensatez estás privándote de una oportunidad de hacer un matrimonio provechoso, honorable y distinguido que probablemente nunca se te vuelva a presentar. He aquí a un joven caballero de buen criterio, carácter, temperamento, modales y fortuna que te profesa un gran afecto y que pide tu mano del modo más noble y desinteresado; y permíteme que te diga, Fanny, que puede que vivas dieciocho años más sin que se te declare nadie con la mitad de fortuna del señor Crawford ni una décima parte de sus méritos. Yo habría estado encantado de concederle la mano de cualquier de mis hijas. Maria se casó muy bien, pero de haberme pedido el señor Crawford la mano de Julia, yo se la habría concedido con una satisfacción mucho mayor y sincera de la que sentí al dar la de Maria al señor Rushworth. —Tras una breve pausa, continuó—: Y me sorprendería mucho que cualquiera de mis hijas, al recibir una proposición de matrimonio que sólo fuese la mitad de beneficiosa que ésta, de forma inmediata y perentoria, y sin prestar el debido respeto a mi opinión y estima, se negase tan rotundamente. Esa forma de proceder me sorprendería mucho y también me dolería. Me parecería una flagrante violación de la obediencia y respeto de una hija hacia su padre. A ti no se te puede juzgar según la misma norma. Tú no me debes la obediencia de una hija, pero, Fanny, si alguna vez consigues absolverte de tamaña ingratitud…

Se calló. Para entonces Fanny lloraba tan amargamente que, pese a lo enfadado que estaba, sir Thomas no quiso insistir más. A Fanny casi se le había partido el corazón por la imagen que se había formado su tío de ella, así como por esas acusaciones, tan duras, tan múltiples, que habían ido cada vez a peor. Terca, obstinada, egoísta y desagradecida. Él pensaba todo eso de ella. Había traicionado sus expectativas y ya no contaba con su buena opinión. ¿Qué iba a ser de ella?»

Jane Austen
Mansfield Park

19 de junio de 2016

Nubosidad variable

«Lo importante era hacer acopio de serenidad y saborear aquella excitación tan grande ante la idea de contestar «quiero» a cualquier invitación o desafío. Se avecinaba un juego inédito, aunque muy antiguo también, el gran juego apasionante del que todo el mundo tiene referencias y que hasta entonces yo sólo había disfrutado a través de las que me llegaban del cine y los libros. Mariana opinaba que me estaba envenenando con tantas historias de amor literarias y que aquellas pistas falaces de las novelas y del cine me iban a despistar cuando intentara aplicarlas a mi propia historia.

—No tendré que pedir ninguna pista a nadie, no te preocupes —protestaba yo—. Sabré yo sola muy bien lo que tengo que hacer cuando llegue el caso.
—¿Y cómo sabrás que ha llegado el caso? —insistía Mariana.
—Porque tendré ganas de gustar. Me lo dirá el cuerpo. Y la imaginación y la inteligencia se crecerán, obedeciendo a las señales del cuerpo, querrán ponerse a su altura.

Todo se iba cumpliendo, con el añadido de un regalo premonitorio. La imaginación tenía que abarcar mucho para ponerse a la altura de un cuerpo que llevaba veinticuatro horas con ganas de gustar, que, resucitando inopinadamente al conjuro de un hada madrina, se había vestido de gala y había ensayado ante el espejo una función sin réplica; que estaba deseando convertirse, a su vez, en espejo. El mismo cuerpo que ahora acababa de desprenderse en silencio de los zapatos y subía los pies al sofá con languidez teatral; gesto, por cierto, que pareció hallar eco en el otro actor y provocar un amago de torsión en su cabeza, aunque tan tenue y breve que la chica de rojo no tuvo tiempo más que para adivinar entre pestañas el remate de una garganta memorable.»

Carmen Martín Gaite
Nubosidad variable

8 de junio de 2016

Crimen y castigo

«Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Los dos estaban delgados y pálidos, pero en aquellos rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una resurrección. El amor los resucitaba. El corazón de cada uno de ellos era un manantial de vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con paciencia. Tenían que pasar siete años en Siberia. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos siete años! Raskolnikov estaba regenerado. Lo sabía, lo sentía en todo su ser. En cuanto a Sonia, sólo vivía para él.»

Fiodor Dostoievski
Crimen y castigo

25 de mayo de 2016

Fahrenheit 451


«Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.»

Ray Bradbury
Fahrenheit 451

23 de mayo de 2016

Doña Perfecta

«—¡El Cerrillo de los Lirios! —observó el caballero, saliendo de su meditación—. ¡Cómo abundan los nombres poéticos en estos sitios tan feos! Desde que viajo por estas tierras me sorprende la horrible ironía de los nombres. Tal sitio, que se distingue por su árido aspecto y la desolada tristeza del negro paisaje, se llama Valleameno. Tal villorrio de adobes, que miserablemente se extiende sobre un llano estéril y que de diversos modos pregona su pobreza, tiene la insolencia de nombrarse Villarrica; y hay un barranco pedregoso y polvoriento, donde ni los cardos encuentran jugo, y que, sin embargo, se llama Valdeflores. ¿Eso que tenemos delante es el Cerrillo de los Lirios? Pero ¿dónde están esos lirios, hombre de Dios? Yo no veo más que piedras y yerba descolorida. Llamen a eso el Cerrillo de la Desolación, y hablarán a derechas. Exceptuando Villahorrenda, que parece ha recibido al mismo tiempo el nombre y la hechura, todo aquí es ironía. Palabras hermosas, realidad prosaica y miserable. Los ciegos serían felices en este país, que para la lengua es Paraíso y para los ojos Infierno.»

Benito Pérez Galdós
Doña Perfecta

17 de mayo de 2016

La Regenta


«La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acerca en acera, de equina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales tembloroso de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenillas que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios de piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.»

Leopoldo Alas, “Clarín”
La Regenta

11 de mayo de 2016

El desierto de los tártaros

«No lo pienses más, Giovanni Drogo, no te vuelvas hacia atrás ahora que has llegado al borde de la altiplanicie y el camino está a punto de hundirse en el valle. Sería una estúpida debilidad. La conoces piedra a piedra, podría decirse, la Fortaleza Bastiani, desde luego no corres peligro de olvidarla. El caballo trota alegremente, el día es bueno, el aire tibio y ligero, la vida aún larga por delante, casi está aún por empezar; ¿qué necesidad habría de echar un último vistazo a las murallas, a las casamatas, a los centinelas de turno en el borde de los reductos? Se vuelve así lentamente una página, se extiende al lado opuesto, agregándose a las otras ya acabadas, por ahora es sólo una capa fina, las que quedan por leer son, en comparación, un montón inagotable. Pero de todos modos siempre es una página gastada, mi teniente, una porción de vida.»

Dino Buzzati
El desierto de los tártaros

10 de mayo de 2016

Desgracia

«Se va apoderando de él un humor gris. No es sólo que no sepa qué hacer consigo mismo. Los acontecimientos del día anterior lo han sacudido hasta lo más profundo de su ser. El temblor, la flojera son únicamente los primeros signos, los más superficiales, de la conmoción. Tiene la sensación de que, en su interior, algún órgano vital ha sufrido una magulladura, un abuso. Tal vez incluso sea el corazón. Por vez primera prueba a qué sabe el hecho de ser un viejo, estar cansado hasta los huesos, no tener esperanzas, carecer de deseos, ser indiferente al futuro. Medio derrumbado sobre una silla de plástico, en medio del pestazo que despiden las plumas de las gallinas y las manzanas medio podridas, entiende que su interés por el mundo se le escapa gota a gota. Tal vez sean precisas semanas, tal vez meses, hasta que se desangre y se quede seco del todo, pero no le cabe duda de que se desangra. Cuando haya terminado será como el despojo de una mosca prendido en una telaraña, quebradizo al tacto, más ligero que una cascarilla de arroz, listo para salir volando con un soplo de aire.

No puede contar con que Lucy lo ayude. Con paciencia, en silencio, Lucy tendrá que encontrar su propio camino de regreso de las tinieblas a la luz. Hasta que no vuelva a ser la de siempre, sobre él recaerá la responsabilidad de afrontar su vida cotidiana. Lo malo es que ha llegado demasiado de repente. Y ésa es una carga para la que no está preparo: la granja, la huerta, las perreras. El futuro de Lucy, el suyo, el futuro de la tierra en conjunto… todo eso tan sólo le inspira indiferencia, y eso es lo que le apetece decir: que todo quede para los perros, que a mí me da igual. En cuando a los hombres que los visitaron, les desea lo peor dondequiera que estén. Por lo demás, ni siquiera desea pensar en ellos.

No es más que una secuela, se dice: una secuela de la agresión. Con el tiempo el propio organismo sabrá cómo reponerse, y yo, el espectro que lo habita, volveré a ser el mismo de siempre. Pero la verdad, y él lo sabe, no es ésa, sino otra muy distinta. Sus ganas de vivir se han apagado de un soplido. Como una hoja seca a merced de un arroyo, como un bejín que se lleva la brisa, ha comenzado a flotar camino de su propio fin. Lo ve con bastante claridad, y es algo que lo colma y lo consume (esa palabra no lo dejará en paz) de desesperación. La sangre de la vida abandona su cuerpo y es reemplazada por la desesperación, una desesperación que es como el gas, inodora, incolora, insípida, carente de nutrientes. Uno la respira y las extremidades se le relajan, todo deja de importar incluso en el momento en que el acero te roce el cuello.»

J. M. Coetzee
Desgracia

30 de abril de 2016

Los ojos verdes


“Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para anunciar algunas palabras, pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! –exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh! No… Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…
-O un demonio… ¿Y si lo fuese?

El joven vació un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

-Si lo fueses…, te amaría…, te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.”

Gustavo Adolfo Bécquer
Los ojos verdes

25 de abril de 2016

No me aflige morir...

No me aflige morir; no he rehusado
acabar de vivir, ni he pretendido
alargar esta muerte que ha nacido
a un tiempo con la vida y el cuidado.

Siento haber de dejar deshabitado
cuerpo que amante espíritu ha ceñido;
desierto un corazón siempre encendido,
donde todo el amor reinó hospedado.

Señas me da mi amor de fuego eterno,
y de tan larga y congojosa historia
sólo será escritor mi llanto tierno.

Lisi, estáme diciendo la memoria
que, pues tu gloria la padezco infierno,
que llame, al padecer tormentos, gloria.


Francisco de Quevedo

19 de abril de 2016

Tormenta de espadas


«—Los caballeros de la Guardia Real tienen prohibido casarse, tener hijos y poseer tierras; eso lo sabes tan bien como yo. El día en que Jaime vistió esa capa blanca renunció a sus derechos sobre Roca Casterly, pero no lo has reconocido nunca. El tiempo ha pasado. Quiero que, en presencia del reino, proclames que soy tu hijo y tu heredero legítimo.

Los ojos de Lord Tywin eran de un verde claro con puntitos dorados, tan luminosos como implacables.

—Roca Casterly —declaró con una voz llana, fría y apagada. Y añadió—: Nunca.

La palabra quedó colgando entre ambos, enorme, hiriente, emponzoñada…

“Sabía la respuesta antes de pedirlo —pensó Tyrion—. Han pasado dieciocho años desde que Jaime se unió a la Guardia Real, pero no he mencionado nunca el tema. Debí haberlo sabido. Debí haberlo sabido desde siempre.”

—¿Por qué? —se obligó a preguntar, aunque sabía que se arrepentiría.

—¿Aún lo preguntas? ¿Tú, que mataste a tu madre para venir al mundo? Eres una criatura deforme, taimada, desobediente, dañina, llena de envidia, lujuria y malos instintos. Las leyes de los hombres te dan derecho a llevar mi nombre y lucir mis colores, ya que no puedo demostrar que no seas mío. Para darme lecciones de humildad, los dioses me han condenado a ver cómo te contoneas, mientras exhibes ese orgulloso león que fue blasón de mi padre, y de su padre antes que suyo. Pero ni los dioses ni los hombres podrán obligarme a permitir que conviertas Roca Casterly en tu lupanar.»

George R. R. Martin
Tormenta de espadas

17 de abril de 2016

Cosas que los nietos deberían saber

«Puede que no me guste tanto la gente como al resto del mundo. Parece que la raza humana está enamorada de sí misma. ¿Qué clase de ego hace falta para llegar a creer que has sido creado a imagen y semejanza de Dios? A ver, sacarse de la manga eso de que Dios tiene que ser como nosotros… por favor. Stanley Kubrick lo expresó muy bien: el descubrimiento de vida inteligente fuera de la Tierra sería catastrófico para el hombre por el simple motivo de que ya no seríamos capaces de considerarnos el centro del universo. Supongo que me estoy convirtiendo poco a poco en uno de esos viejos cascarrabias que creen que los animales son mejores que las personas. También es verdad que de vez en cuando hay gente que me sorprende positivamente y acabo incluso enamorándome de ella, así que… Es lo que hay.»

Mark Oliver Everett
Cosas que los nietos deberían saber

12 de abril de 2016

La mujer justa

«Hace falta mucho valor para dejarse amar sin reservas. Un valor que es casi heroísmo. La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y orgullosa, porque tiene miedo al fracaso. Le da vergüenza entregarse a otra persona y más aún rendirse a ella porque teme que descubra su secreto… el más triste secreto de cada ser humano: que necesita mucha ternura, que no puede vivir sin amor. Creo que ésa es la verdad. O al menos eso he creído durante mucho tiempo, aunque ya no lo afirmo tan categóricamente porque estoy envejeciendo y me siento fracasado. ¿Qué en qué he fracasado? Te lo estoy diciendo, en eso, precisamente en eso. No fui lo bastante valiente para la mujer que me amaba, no supe aceptar su cariño, me daba vergüenza, incluso la despreciaba un poco por ser diferente de mí, una burguesita de gustos y ritmos vitales distintos de los míos; y además temía por mí, por mi orgullo, temía entregarme al noble y complejo chantaje con el que se me exigía el don del amor. En aquellos tiempos no sabía lo que sé hoy… que no hay nada de lo que avergonzarse en la vida excepto de la cobardía, que hace que uno no sea capaz de dar sentimientos o no se atreva a aceptarlos.»

Sándor Márai
La mujer justa

1 de abril de 2016

Héroes


«Estábamos todos bebiendo pero de alguna extraña manera, como casi siempre, yo había perdido el ritmo. Era ingenioso cuando los demás eran entusiastas y entusiasta cuando ya todo el mundo empezaba a ser reflexivo y reflexivo cuando todos querían divertirse y estúpidamente divertido cuando ya andaban cansados. Alguien gritaba: ¡SOMOS PRÍNCIPES!, y yo repetía: ¡PRÍNCIPES, SÍ PRÍNCIPES!, y entonces otro decía: ¡SOMOS ÁNGELES!, y yo decía: ¡ÁNGELES, SÍ ÁNGELES! y corríamos de un lado a otro a por más cerveza y alguien ponía coca en una mesa de cristal y luego uno simpático, pequeño y feo pero al mismo tiempo especial y hasta guapo a su manera, como una de esas ranas que uno sabe que acabarán convirtiéndose en príncipe, me dio medio ácido y me pasó una botella de vino. Después de un rato malo, sin mucha gracia, la conversación se hacía pesada, como puré de verduras o algo así, hasta que apareció una preciosa chica rubia y alguien dijo cómo se llamaba, pero no me enteré, y se sentó en el suelo y el príncipe rana le pasó una guitarra y ella se puso a cantar con una voz que parecía estar agarrada a una cornisa con una sola mano y cantó algo sobre un corazón que pasaba la noche fuera de casa y que volvía siempre por la mañana destrozado en mil pedazos. Cuando terminó su canción todo el mundo aplaudió, y la chica rubia no dijo nada.

Tenía una sonrisa pequeña y eso fue todo lo que nos dio, aparte de la canción. Luego se metió en una de las habitaciones con uno de los tíos que había por allí. Uno de esos que definitivamente no se lo merecen.»

Ray Loriga
Héroes

30 de marzo de 2016

Pippi Calzaslargas

«La pequeña ciudad estaba sencillamente encantadora bajo el brillante sol de primavera. Sus estrechas calles de guijarros serpenteaban aquí y allá entre las casas. En la mayoría de las casas había jardines, y en ellos abundaban las campanillas y los azafranes. Había en la ciudad gran cantidad de tiendas, y en aquel hermoso día de primavera estaban tan concurridas que las campanas de las puertas resonaban sin cesar. Las señoras llegaban con sus cestos al brazo para comprar café, azúcar, jabón y mantequilla. También habían salido muchos niños a comprar golosinas o goma de mascar. Sin embargo, la mayoría no disponían de dinero, y los pobrecitos tenían que quedarse fuera de la tienda y conformarse con mirar aquellas cosas tan ricas que había en los escaparates.

[…]

Se detuvo ante una pastelería. Una hilera de niños contemplaban las maravillas que había en el escaparate. Se veían allí grandes vasijas repletas de caramelos rojos, azules y verdes, largas filas de pasteles de chocolate, montañas de pastillas de goma de mascar y tentadoras mermeladas. No era de extrañar que los niños que contemplaban el escaparte lanzaran de vez en cuando un profundo suspiro: no tenían dinero, ni siquiera una moneda de cinco ores.

—¿Entramos en esta tienda? —inquirió Tommy ansiosamente tirando a la niña del vestido.
—Sí, entremos.

Y entraron.

—Deme dieciocho kilos de dulces —dijo Pippi blandiendo una moneda de oro.

La dependienta la miró boquiabierta. No estaba acostumbrada a que le compraran tantos dulces de una vez.

—Querrá usted decir dieciocho dulces, ¿no? —preguntó.
—Dieciocho kilos de dulces —repitió Pippi, y depositó la moneda de oro en el mostrador.

La dependienta tuvo que empezar a toda prisa a pesar dulces en grandes bolsas de papel. Annika y Tommy iban señalando los más ricos. Había unos de color rojo que eran deliciosos. Después de mordisquearlos un poco, se tropezaba uno con un centro de crema. Otros, de un sabor ácido y color verde, tampoco estaban mal. La jalea de frambuesa y las barritas de regaliz no se quedaban atrás.

—Nos podemos llevar tres kilos de cada clase —sugirió Annika.

Y así lo hicieron.

—Si además me llevo sesenta barritas de azúcar y setenta y dos bolsas de caramelos, no creo que necesite nada más por hoy, excepto ciento tres cigarrillos de chocolate —dijo Pippi—. Necesitaría una carretilla para poder llevarme todo esto.

La dependienta le dijo que seguramente encontraría carretillas en la tienda de juguetes de al lado.

Mientras tanto, se había congregado ante la pastelería una gran muchedumbre de niños. Miraban por el escaparate, y casi se desmayaron cuando vieron las cantidades de dulces que Pippi compraba.

Pippi corrió a la tienda vecina, compró un carrito y cargó en él los paquetes. Luego miró al grupo de niños y exclamó:

—Si alguno de vosotros no quiere comer dulces, que dé un paso al frente.

Nadie dio un paso al frente.

—Bueno —dijo Pippi—, entocnes que lo den los niños que quieran comer dulces…

Veintitrés niños dieron un paso al frente, y entre ellos estaban Annika y Tommy, ¡cómo no!

—¡Tommy, abre las bolsas! —dispuso Pippi.

Tommy obedeció, y acto seguido empezó un festín de dulces sin precedentes en aquella ciudad. Todos los niños se llenaron la boca de dulces, aquellos dulces rojos, con su delicioso centro de crema, y los ácidos de color verde, y también los de regaliz y los de jalea de frambuesa. Algunos sostenían al mismo tiempo un cigarrillo de chocolate entre los labios, pues el sabor del chocolate y el de la jalea de frambuesa unidos formaban un conjunto formidable.»

Astrid Lindgren
Pippi Calzaslargas

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