21 de septiembre de 2015

135

El agua se aprende por la sed;
la tierra, por los océanos atravesados;
el éxtasis, por la agonía.
La paz se revela por las batallas;
el amor, por el recuerdo de los que se fueron;
los pájaros, por la nieve.


Emily Dickinson

17 de septiembre de 2015

La lucha por la vida

«El cielo estaba espléndido, cuajado de estrellas; la Vía Láctea cruzaba la cóncava inmensidad azul. La figura geométrica de la Osa Mayor brillaba muy alta. Arturus y Wega resplandecían dulcemente en aquel océano de astros.

A lo lejos, el campo oscuro, surcado por líneas de luces, parecía el mar en un puerto, y las filas de luces semejaban las de los malecones de un muelle.

El aire húmedo y caliente venía impregnado de olores de plantas silvestres, agostadas por el calor.

—¡Cuánta estrella! —dijo Manuel—. ¿Qué serán?
—Son mundos, y mundos sin fin.
—No sé por qué hoy me consuela ver ese cielo tan hermoso. Oye, Jesús, ¿tú crees que habrá hombres en esos mundos? —preguntó Manuel.
—Quizá, ¿por qué no?
—¿Y habrá también cárceles, jueces, casas de juego, polizontes?... ¿Eh? ¿Crees tú?

Jesús no contestó a la pregunta. Luego habló con una voz serena de un sueño de humanidad idílica, un sueño dulce y piadoso, noble y pueril…

En su sueño, el hombre, conducido por una idea nueva, llegaba a un estado superior.

No más odios, no más rencores. Ni jueces, ni polizontes, ni soldados, ni autoridad, ni patria. En las grandes praderas de la tierra, los hombres libres trabajan al sol. La ley del amor ha sustituido a la ley del deber, y el horizonte de la humanidad se ensancha cada vez más extenso, cada vez más azul…

Y Jesús continuó hablando de un ideal vago de amor y de justicia, de energía y de piedad; y aquellas palabras suyas, caóticas, incoherentes, caían como bálsamo consolador sobre el corazón ulcerado de Manuel… Luego, los dos callaron, entregados a sus pensamientos, contemplando la noche.

Una beatitud augusta resplandecía en el cielo, y la vaga sensación de la inmensidad del espacio, lo infinito de los mundos imponderables, llevaba a sus corazones una deliciosa calma…»

Pío Baroja
Mala hierba (La lucha por la vida)

8 de septiembre de 2015

Hotel Savoy


«Me alegra cambiar de vida una vez más, como tantas veces he hecho durante estos últimos años. Veo al soldado, al asesino, al que estuvo a punto de ser asesinado, al resucitado, al encadenado, al emigrante.

Recuerdo una neblina matinal, oigo el redoble del tambor de una compañía que se pone en marcha, ventanas que se abren con estrépito en el piso más alto; diviso a un hombre en mangas de camisa de color blanco, las extremidades de los soldados que se mueven con brusquedad, un claro del bosque brillante de rocío; me lanzo sobre la hierba ante el avance del “enemigo supuesto” y tengo el íntimo deseo de quedarme tendido en ella, eternamente, en la hierba aterciopelada que acaricia la nariz.

Escucho el silencio, el blanco silencio de la sala del hospital. Una mañana de verano, me levanto, oigo los trinos de las alondras, llenas de salud, saboreo el cacao matinal con panecillos de Viena y el olor a yodoformo en la “primera comida”.

Vivo en un mundo blanco de cielo y nieve; los barracones cubren la tierra como una lepra amarilla. Saborea la última chupada, tan agradable, de una colilla encontrada en el suelo, leo la página de anuncios de un antiquísimo periódico de mi país, que le permite a uno recordar nombres de calles familiares, reconocer al estanquero, a un conserje, a una Agnes rubia con quien uno se acostó.

Oigo la lluvia refrescante durante la noche en vela, los carámbanos que se funden de prisa al calor del sonriente sol matinal; palpo los pechos robustos de una mujer que me encuentro por el camino, con la que me he acostado sobre el musgo, y me agarro a la blanca magnificencia de sus muslos. Duermo con un sueño pesado en el granero, en el pajar. Recorro los surcos de los campos arados y me detengo a escuchar el débil sonido de una balalaica.

Son tantas las cosas de las que uno puede empaparse sin que por ello cambie en absoluto su cuerpo, su manera de andar y de comportarse. Beber con avidez de millones de recipientes, no saciar nunca la sed, pasar de un color a otro como un arco iris, sin dejar de ser nunca un arco iris con la misma gama cromática.

Podía entrar en el Hotel Savoy con una camisa y salir de él dueño de viente maletas…, y seguir siendo Gabriel Dan.»

Joseph Roth
Hotel Savoy

3 de septiembre de 2015

El maestro y Margarita


«—Pues yo lo siento —dijo el poeta agresivo.
—Y yo también —afirmó el desconocido. Y le brillaba el ojo—, pero a mí me preocupa lo siguiente: si Dios no existe, ¿quién mantiene entonces el orden en la tierra y dirige la vida humana?
—El hombre mismo —dijo Desamparado con irritación, apresurándose a contestar una pregunta tan poco clara.
—Perdone usted —dijo el desconocido suavemente—, para dirigir algo es preciso contar con un futuro más o menos previsible; y dígame: ¿cómo podría estar este gobierno en manos del hombre que no sólo es incapaz de elaborar un plan para un plazo tan irrisorio como mil años, sino que ni siquiera está seguro de su propio día de mañana? —Y volviéndose a Berlioz—: Figúrese, por ejemplo, que es usted el que va a disponer de sí mismo y de los demás, y que poco a poco le toma gusto; pero de pronto… resulta que usted… hum… tiene un sarcoma pulmonar —al decir esto el extranjero sonreía, como si la idea del sarcoma le complaciera extraordinariamente—, pues sí, un sarcoma —repitió la palabra sonora, entornando los ojos como un gato—. ¡Y se acabó su capacidad de gobierno! Todo lo que no sea su propia vida dejará de interesarle. La familia empieza a engañarle; y usted, dándose cuenta de que hay algo raro, se lanza a consultar con grandes médicos, luego con charlatanes y, a veces, incluso con videntes. Las tres medidas son absurdas, y usted lo sabe. El fin de todo esto es trágico: el que hace muy poco se sabía con el poder en las manos, se encuentra de pronto inmóvil en una caja de madera; y los que le rodean, conscientes de su inutilidad le queman en un horno. Y hay veces que lo que sucede es aún peor: un hombre se dispone a ir Kislovodsk —el extranjero miró de reojo a Berlioz—; puede parecer una tontería, pero ni siquiera eso está en sus manos, porque repentinamente y sin saber por qué, resbala y le atropella un tranvía. No me dirá que ha sido él mismo quien lo ha dispuesto así. ¿No sería más lógico pensar que fue otro el que lo había previsto? —y se echó a reír con extraña expresión.»

Mijaíl Bulgákov
El maestro y Margarita

1 de septiembre de 2015

Estío

«Ahora lo veía alejado de ella, arrastrado de vuelta a lo desconocido, susurrándole a otra chica cosas que provocaban la misma sonrisa de traviesa complicidad que con tanta frecuencia había hecho aflorar a los labios de Charity. El sentimiento que la poseía no era de celos: estaba demasiado segura del amor de él. Era más bien terror a lo desconocido, a todas las misteriosas atracciones que incluso ahora tenían que estar arrastrándolo lejos de ella, y a su propia impotencia de contender contra ellas.

Le había entregado todo lo que tenía pero… ¿qué era eso comparado con los otros regalos que la vida le deparaba a él? Ahora entendía el caso de las muchachas como ella misma a las que les sucedían esta clase de cosas. Entregaban todo lo que tenían, pero ese todo no era suficiente: no podía comprar más que unos pocos momentos…».

Edith Wharton
Estío

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