26 de octubre de 2014

La Regenta


«La aparente cordialidad y la alegría expansiva de todos los presentes ocultaban un fondo de rencores y envidias. Aquellas señoras, clérigos y caballeros particulares estaban divididos en dos bandos enemigos en aquel instante: el bando de los envidiados y el de los envidiosos; el de los convidados a comer, que eran pocos, y el de los no convidados. Aunque se hablaba tanto de tantas cosas, la idea que preocupaba a todos era la del convite. No se aludía a él y no se pensaba en otra cosa. Empezaron las despedidas, y los que se iban disimulaban el despecho, cierta vergüenza; se creían humillados, casi en ridículo. Muchacho había que saludaba torpemente y salía como corrido. Las señoras eran las que peor fingían tranquilidad e indiferencia. Algunas salían ruborizadas. Gloscester era de los que no estaban convidados. La duda que le mortificaba era esta: ¿y él? ¿está convidado De Pas? No lo sabía, y no quería marcharse sin averiguarlo. Como pasaba el tiempo, y ya gabinete y salón quedaban poco a poco despejados, el Magistral creyó que debía irse. Se acercó a la Marquesa, pero no tuvo valor para despedirse y le habló de cualquier cosa. En aquel momento entró Visitación en el gabinete, echando fuego por los ojos y mejillas, habló aparte, y “con permiso de aquellos señores” a la Marquesa y a Obdulia: las tres rodearon al Magistral y con permiso de los señores —que ya no eran más que el Arcediano y dos pollos vetustenses insignificantes— tuvieron con él un conciliábulo en que hubo risas, protestas del Magistral, mimosas y elegantes en los gestos que las acompañaban. En los murmullos de las damas había súplicas en quejidos, coqueterías sin sexo, otras con él, aunque honestamente señaladas; Glocester, que fingía atender a lo que le decían los pollos insulsos, devoraba con el rabillo del ojo a los del grupo. No cabía duda, le estaban suplicando que se quedase a comer. Terminó el conciliábulo, salieron Obdulia y Visitación, corriendo, alborotando, haciendo alarde de la confianza con que trataban a los marqueses, y los jóvenes se despidieron. Quedaban en el gabinete la Marquesa, el Magistral y Glocester. Hubo un momento de silencio. El Arcediano se dio un minuto de prórroga para ver si el otro se despedía también. En el salón se oyó la voz de algunos que decían adiós al Marqués… ya no quedaban en la casa más que los convidados… Glocester, sacando fuerzas de flaqueza, se levantó, tendió la mano a doña Rufina, y salió diciendo chistes, haciendo venias y prodigando risas falsas. Iba ciego; ciego de vergüenza y de ira. ¡Convidar al otro… a un prebendado de oficio… y desairarle a él… que era dignidad! ¡Siempre el enemigo triunfante…! Pero ya las pagaría todas juntas.»

Leopoldo Alas, “Clarín”

La Regenta

22 de octubre de 2014

El mapa y el territorio


«Era un divorcio de viejos, él tenía ya veintitrés años y era hijo único. En los divorcios de jóvenes, la presencia de los hijos, de los que hay que compartir la custodia, y a los que se ama más o menos a pesar de todo, amortigua a menudo la violencia del enfrentamiento; pero en los divorcios de viejos, en el que sólo subsisten los intereses económicos o patrimoniales, la ferocidad del combate no conoce ya ninguna clase de límite. Había visto entonces exactamente lo que era un abogado, había podido apreciar en su justa medida esa mezcla de picardía y de pereza a que se reduce el comportamiento profesional de un abogado, y muy particularmente de uno especializado en divorcios. El procedimiento había durado dos años, dos años de lucha incesante al término de la cual sus padres sentían el uno por el otro un odio tan virulento que nunca habrían de volver a verse y ni siquiera telefonearse hasta el día de sus respectivas muertes, y todo ello para firmar un convenio de divorcio de una banalidad asquerosa, que cualquier cretino podría haber redactado en un cuarto de hora después de la lectura de Le Divorce pour les nuls

Michel Houellebecq
El mapa y el territorio

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